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Ante la desaparición del profesor Díez-Picazo

A lo largo de la reciente historia de la Universidad se ha producido un proceso de estandarización del profesor universitario que le ha convertido poco a poco en un personaje de fácil recambio, una especie de electrodoméstico con una implacable fecha de caducidad. Sometidos a la "normalización" industrial, fabricados como piezas de un sistema que funciona en buena medida con el estigma de la rutina, el catedrático es cada vez más el eslabón intercambiable de una cadena de montaje. El dislate ha llegado a tal extremo que, cuando proliferaron los grupos en los cursos universitarios de las facultades de derecho, se contrataba a un profesional externo a la Universidad a quien se asignaba el mismo cometido que al profesor. Se daba así la circunstancia de que un alumno, en función de la letra por la que se iniciaba su apellido o por alguna otra circunstancia azarosa, tenía la oportunidad de oír en clase bien a un joven licenciado con alguna oposición ganada o a un catedrático con años de experiencia y acreditada reputación, a veces con publicaciones que constituían un faro para la actividad de abogados y demás profesionales del derecho. Asombra que el sistema aceptara ambas situaciones como idénticas bendiciendo por igual a todos los matriculados.

Y es que la proliferación de centros universitarios y la masificación sufrida en las décadas pasadas han conducido a una depreciación de la figura del profesor. La reforma del acceso a las categorías docentes de los años ochenta ha contribuido a ello al reducir las exigencias en ejercicios y pruebas.

Con todo ello no diría, sin introducir muchos matices, que la Universidad del pasado fuera mejor, porque en ella, al menos en la que yo viví como alumno de derecho en los años sesenta, convivían generaciones de catedráticos muy dispares, y muchos habían logrado ingresar más por su entusiasmo patriótico que por sus conocimientos. Pero había una tromba de jóvenes que estaban llamados a renovar los estudios jurídicos. Es curioso señalar que todos ellos habían estudiado en Italia, en Alemania, en Francia porque se estaba recuperando una tradición que venía de principios del siglo, es decir de la Junta de Ampliación de Estudios, fruto sazonado de las prédicas de los hombres de la Institución libre de enseñanza. Una tradición rota por nuestra guerra civil y el aislamiento español pero que se rescata en los años cincuenta y que permite a los estudiosos salir fuera, conocer otros medios, asistir a las clases de grandes maestros, conectar en definitiva con otra cultura, más moderna y más fecunda. El anhelo por salir de España se hizo general y aun obligado de suerte que nadie podía intentar seriamente la hazaña de conseguir una cátedra universitaria si no acreditaba haber consumido largas estancias entre librotes alemanes o italianos. Buena parte de las costumbres cultas que se adquirían en esos países, la afición a la música y a la literatura especialmente, vienen de estas etapas enriquecedoras en Europa.

Yo tuve la suerte de estudiar en la Universidad de Valencia y por allí aparecieron algunos de estos jóvenes catedráticos que eran el aire fresco que aventa miasmas, plenilunios en la noche de una apagada cultura. Fueron varios pero ahora quiero recordar a dos: Manuel Broseta, asesinado por ETA cuando salía de dar su clase, y Luis Díez-Picazo, que me enseñó el derecho civil. Les recuerdo perfectamente cuando iban juntos al bar de la Facultad y recuerdo que les mirábamos a distancia con admiración, sabiendo muchos de nosotros que esos personajes que charlaban entre ellos animadamente iban a ser decisivos en nuestras vidas y en nuestra formación.

Para mí, Díez-Picazo fue sencillamente determinante. Le tenía por distante, incluso engreído, hasta que un día acudí a su despacho a preguntar alguna bagatela y me encontré con un hombre que me sentó frente a él e inició una conversación conmigo -¡un chiquilicuatro de tercer curso!- espontánea, larga, sugeridora. Hasta quinto curso le disfruté en clase y en sesiones de seminario, era el profesor que recomendaba lecturas, mi devoción por la novela de Pérez Galdós o por la prosa de Ortega y Gasset me viene de sus consejos. Como se ve, no era solo el catedrático de derecho civil que salmodia los preceptos del código o introduce en los misterios de los vicios del consentimiento en los contratos. Era el profesor humanista que sabía que el Derecho o es parte de un vasto sistema de la cultura en la que estamos inmersos o no es nada. Es decir, Luis Díez-Picazo no podía ser un funcionario reemplazable porque era ya, aun siendo entonces muy joven, un maestro. Tenía las maneras del gran docente europeo que muy pronto encontraría en Tübingen (Alemania), adonde llegué con una beca que sin la ayuda de mi profesor de derecho civil (y de Broseta) jamás habría conseguido. Y él fue quien, al terminar mi licenciatura, me llevó en su coche a Madrid, a casa de García de Enterría, sellando con ello mi destino y mi vocación profesional. Y mi enorme suerte.

Para quienes no tengan estos recuerdos, Díez-Picazo es el autor de los más importantes libros de derecho civil que se han escrito en España en la segunda mitad del pasado siglo. Es el introductor en España de Viehweg y por él entra la tópica en nuestro país. Fue magistrado del Tribunal Constitucional en un gesto de dignidad y de apoyo generoso a la recién estrenada Constitución que le honra y le coloca entre los grandes padres de nuestra democracia.

Este hombre, que despiezaba un texto jurídico con el bisturí de su prodigioso modo de razonar, era pura inquietud intelectual engastada en el engaño de sus andares cansinos. Una pena muy grande la desaparición de este amigo y maestro.

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