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Doctor en Historia Moderna por el Instituto Europeo de Florencia

Los problemas de Podemos son nuestros problemas

Con desazonante reiteración se repiten a lo largo de las décadas problemas similares en nuestro sistema sociopolítico. De kentre ellos, un aspecto de nuestro país llama especialmente en el contexto europeo: el relativo escaso grado de integración de las elites regionales en un proyecto común compartido de país. Si bien los llamados nacionalismos periféricos son la muestra más locuaz de este fenómeno, no constituyen en puridad más que la cabeza visible de un panorama mucho más amplio. El sinnúmero de partidos locales y regionales que florecen elección tras elección en los cuatro puntos cardinales denota una endeblez ciertamente preocupante de los mecanismos implícitos y explícitos de aunar voluntades necesarios en un país con varios millones de habitantes.

Justamente ahí reside uno de las más importantes contribuciones de los grandes partidos políticos nacionales a nuestra convivencia. Tanto el PSOE como el PP consiguieron en el pasado integrar en sus estructuras una miríada de grupúsculos regionales, e incluso provinciales, que bajo siglas diversas menudeaban por nuestra geografía. Se lograba así no solamente allegar votos para la causa partidista, sino también algo más sustancial: esas elites de miras geográficas vuelicortas pasaban a socializarse políticamente en la creencia en un interés general que traspasaba sus hasta entonces reducidas fronteras. El hecho de convertirse en ministros, secretarios de estado, secretarios generales, etc. de gobiernos de la nación y, en general, la propia fuerza ínsita en el cargo les impelía a perder el pelo de la dehesa local. Cual crecepelo político, sus cargos les otorgaban la lustrosa cabellera propia de los proyectos políticos de más largo y amplio aliento.

El caso del PSOE es el más evidente de este proceso. Una vez consolidado el nuevo PSOE posfranquista el partido se lanza a la fagocitación de todos los grupos socialdemócratas y asimilados que pululaban con mayor o menor garbo electoral por la geografía regional. Organizaciones como el Partido Socialista de Aragón, el del País Valenciano, etc. van así integrándose de forma razonablemente sensata en el aparato del partido. Y con él en un proyecto político de mayor envergadura. La victoria socialista de 1982 sería el colofón de esta eficaz tarea, así como su consolidación. Como es sabido, únicamente un error estratégico cometerían los entonces dirigentes: permitir que el PSC, un enano político con ínfulas napoleónicas, conservara sus siglas, sus estructuras y sobre todo sus veleidades nacionalistas.

El caso del PP es similar. Su victoria en los años 1990 se gesta en la refundación aznariana del partido, pero también en su habilidad para dar cabida en su seno a esas oligarquías locales sin renunciar en exceso a un discurso nacional unificado. La fagocitación de grupos como Unión Valenciana en aquella época es prueba de ello. Una integración sin duda endeble, que se desmorona a las primeras de cambio, y que dejaba además un amplio margen de discrecionalidad a los integrados, espacio en el que han florecido por doquier las corrupciones, los nepotismos y los disparates varios.

Hoy en día, Podemos anda embarcado en una singladura política de alientos similares. Su lista común con ICV-EUiA en Cataluña, sus prepactos con la Anova de Beiras en Galicia, sus devaneos para presentarse con Compromís en Valencia, sus camelos a Colau en Barcelona, etc. pergeñan un panorama parecido. Y sin embargo una profunda diferencia separa la jugada actual de Podemos frente a las mencionadas. Tanto PSOE como PP eran en el momento de consolidar la operación de integración partidos ya plenamente consolidados electoral, ideológica e incluso institucionalmente. Podemos sin embargo se ha lanzado a esta operación cuando aún presenta hechuras demasiado inacabadas, pues no deja de ser aún un embrión de partido en construcción orgánica e ideológica. Tornadizo en sus propuestas programáticas, y probablemente inestable dentro de poco en su andamiaje orgánico.

Sin haberse presentado aún a unas elecciones generales, su potencialidad únicamente es barruntable a través de unas encuestas cada vez menos halagüeñas. Todo ello puede ser -está siendo de hecho- una debilidad importante: es lógico que sus potenciales aliados se muestren poco mansuetos a la hora de abordar las negociaciones, por lo que al final Podemos ha de hacer gala con ellos de una obsecuencia impropia de quien quiere jugar el papel de partido mayor en estos maridajes. Así, cual tolva de lotería se van metiendo en el programa electoral bolas y bolas de propuestas políticas sin que al final se sepa muy bien qué premios saldrán. El peligro es acabar montando una representación parlamentaria con hechuras de aduar beduino, donde cada grupúsculo sea él mismo un grupo parlamentario.

Podemos -y con él todos nosotros- corre así un riesgo claro: ser él el fagocitado en lugar de ser él la columna vertebral que trence un discurso de vuelos nacionales. Al final, existe el peligro de que en lugar de tener un partido nacional que nivele entre los diferentes territorios podando estridencias localistas, tengamos una mera carcasa nacional que sirva a las elites locales para presentar intereses parciales como si del interés general se tratase.

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