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Daniel Capó

Subestimar la barbarie

Ante un nuevo escenario para Europa

No hay que subestimar la barbarie. Vive con nosotros, se alimenta de nuestros miedos y golpea allí donde se agazapan nuestro temores. A lo largo del siglo XX, la promesa de la tecnología consistió en garantizarnos seguridades, en saber predecir el futuro, en eliminar la incertidumbre. Se trataba de una promesa civilizatoria, frente a un pasado oscuro. Si hacemos caso de Steven Pinker, la violencia ha disminuido a nivel global pero no nuestra percepción de peligro. La higiene, los antibióticos y la medicina preventiva han permitido alargar la esperanza de vida de un modo espectacular y, sin embargo, muchos pacientes viven con ansiedad cada una de sus pruebas diagnósticas. La necesidad de proteger nuestro espacio de derechos ha reducido, paradójicamente, el campo de libertades. El control de la correspondencia privada, de los comentarios en las redes sociales, de nuestro itinerario por la ciudad mediante el GPS de los móviles, del consumo privado que hacemos con tarjeta de crédito, etc., permiten predecir con un gran margen de acierto el comportamiento colectivo, pero no eliminar por completo el riesgo de terrorismo. Una sociedad orientada a comprar seguridad se convierte también en una sociedad cargada de miedos: algunos irreales y otros no tanto. Las ideologías del resentimiento han hecho mucho al respecto.

Los atentados de París abren un escenario nuevo para la fatigada Europa del siglo XXI. El pánico, por un lado, a pesar del heroico ejemplo cívico de los franceses; el resentimiento, por otro, que constituye el caldo de cultivo del fanatismo totalitario. Hay que ver en la ideología, más que en la religión, el auténtico elemento aglutinador del islamismo radical: una religión ideologizada, quiero decir, y por tanto falsa, asesina. Para los terroristas de ISIS, Europa representa todo aquello que odian y desean destruir: los derechos de las mujeres y la libertad de conciencia, el cristianismo y la laicidad, el poder político y la influencia económica y cultural de las multinacionales. Frente a esa amenaza, Europa ha respondido con su habitual dosis de ingenuidad burocrática y de buenismo: la caótica gestión de la guerra en Siria y de Oriente Próximo, la atomización nacional del espionaje, el descontrol migratorio, la inoperancia militar, el moralismo utópico del diálogo intercultural, la indiscutible penetración del EI en nuestro continente? En un interesante artículo para la Revista 5W, Pablo R. Suanzes señala que entre cuatro y cinco mil europeos dejan cada año sus países para unirse a las tropas del califato en un viaje que, a menudo, es de ida y vuelta: muchos vuelven ya entrenados militarmente y dispuestos a recibir órdenes. Y a matar, como hemos podido comprobar en París. "El Estado Islámico -insiste Suanzes- lleva mucho tiempo en Europa. No hay indicios de que eso vaya a cambiar."

Por supuesto que es así, y de ahí la inmediata reacción de Hollande: no se trata de un atentado terrorista sino de un acto de guerra contra el corazón de nuestras creencias. La barbarie vuelve a llamar a la puerta y nos golpea, pero al mismo tiempo ya está dentro y convive con nosotros en nuestras ciudades, en los barrios, en los colegios y en las calles. Apelar a la guerra, supone apelar a la OTAN -un país de la Alianza ha sido atacado-, aunque debería implicar mucho más: reconocer por ejemplo que la integración europea, no sólo la económica, es una exigencia imprescindible para nuestra propia supervivencia. Al igual que después de la II Guerra Mundial Occidente tuvo que afrontar el peligro del comunismo, ahora toca afrontar de nuevo la barbarie de los que quieren destruir la civilización. El embajador Kennan, autor del famoso "largo telegrama" que puso las bases de la Doctrina de la Contención, recomendó durante la Guerra Fría firmeza y mano tendida. Quizás sus palabras valgan también para hoy: firmeza frente al terror y una política inteligente que distinga entre ISIS y el corazón del Islam. La barbarie ya está aquí y busca retroalimentarse. Es algo que no debemos aceptar si no queremos que termine afectando al perfil de nuestra identidad. El espacio central de la civilización es el que se orienta en contra del resentimiento y el miedo. Y es, sobre todo, el que defiende la libertad respetuosa de las sociedades y sus ciudadanos.

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