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Otro viva a la muerte

El anacronismo de quienes nos atacan

Gente a la que se le ha parado el reloj en los tiempos del Califato y la Cruzada acaba de dar otro de sus rituales vivas a la muerte en París, con una cosecha de ciento y pico de cadáveres. Dicen ser soldados de no se sabe qué dios, pero a quien idolatran en realidad es a la Parca, como ya habían demostrado anteriormente al practicar esta misma liturgia de sangre en Nueva York, en Madrid, en Londres y en otras decenas de lugares aptos para el sacrificio.

Son tipos anacrónicos que combinan la nostalgia de los siglos oscuros con el manejo de la moderna tecnología. En lugar de alfanjes, que sería lo propio, usan fusiles kalashnikov de patente soviética para ultimar a sus víctimas. Y tampoco dudan en valerse de internet -ese invento del diablo americano- como oficina de reclutamiento de los nuevos mártires asesinos llamados a sustituir a los que ya disfrutan de sus setenta y dos vírgenes en el paraíso.

Coherencia no les falta, contra lo que pudiera parecer. Viven mentalmente en la Edad Media, época en la que la tolerancia se interpretaba como un signo de debilidad, antes de que ese concepto pasara a ser una virtud elogiable. Para ellos, el respeto a las ideas y/o creencias de los demás sigue siendo una flojera típica de herejes: y la libertad de palabra -o la libertad en general-, uno de los muchos pecados que tienen su origen en el corrupto liberalismo de Occidente. Para qué discutir con el infiel, si se le puede convencer a tiros.

Tampoco es que hayan inventado nada. El culto a la muerte lo comparten algunos dogmas religiosos y ciertas ideologías mesiánicas como, un suponer, el fascismo o el comunismo.

La religión ha sido, de hecho, una de las principales causas de mortandad bélica a lo largo de la Historia, en ventajosa competencia con la peste y los dos movimientos políticos antes citados. El fascismo alumbró en España el paradójico grito "¡Viva la muerte!" que solía corear el general africanista Millán Astray; y en Cuba fue habitual durante el último medio siglo el no menos macabro lema: "Patria o muerte", con el que el comandante Fidel remataba sus kilométricos discursos.

Lo del Estado Islámico, Al Qaeda y demás franquicias de esa vasta industria dedicada a la fabricación de cadáveres es más bien una cuestión de anacronismo. A diferencia de otros credos monoteístas que abolieron hace ya siglos la Inquisición como método para persuadir a los herejes, el Islam inspira aún añoranzas del Medievo a algunos -seguramente muy pocos- de sus más extremados seguidores. Aunque ninguna culpa tengan de eso los musulmanes, como es natural.

Nadie se tomaría aquí en serio a una organización que propugnase el regreso a las Cruzadas o la vuelta de la Orden de Caballeros del Temple, salvo que fuese en forma de videojuego para adolescentes. No ocurre lo mismo, sin embargo, con el grupo de enajenados que están restableciendo el Califato en tierras de Irak y Siria, adonde no paran de llegar por miles desde todo el mundo los nuevos reemplazos de ese ejército de la demencia. La guerra y el gobierno, decía a fin de cuentas Paul Abbey, prueban que la locura es una de las enfermedades más contagiosas.

El último brote de esa epidemia propagada por los devotos de la muerte castiga estos días a París; pero habrá otros, sin duda. Va a hacer falta algo más que buenos sentimientos para erradicar un virus que se alimenta de fanatismo y kalashnikov.

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