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Javier Morán

El Cormorán

Javier Morán

Armas humanas

Pues sí, la película "Land of mine", del Festival de Cine, ha evocado la trágica retirada durante dos años de 2,5 millones de minas alemanas en las costas danesas, pero tales recuentos se quedan pequeños con respecto a lo que tantas veces nos ha relatado Kike Figaredo, gijonés, jesuita y prefecto apostólico de Battambang. Los 30 años de la guerra de los Jemeres Rojos dejaron en Camboya 10 millones de minas, de las que, pasados 20 años de eliminación, aún quedan unos tres millones. La última técnica empleada en su retirada es la de engordar ratas y soltarlas por los campos. Es posible que los animalistas hayan protestado, pero el raticidio es preferible a que esos artefactos sigan arrancando piernas, brazos o vidas enteras. La mitad de las víctimas han sido niños. Pero las minas no son materia lejana ni en el tiempo ni en el espacio. Pertenecen a esa familia de armamento que, siendo ministra, Carme Chacón definió poéticamente como "penas de muerte sin sentencia". En el grupo de esos artefactos se incluyen la bombas de racimo, las mismas que en 2008 Zapatero ponía en bandeja de plata a Gadafi gracias a la producción española de la empresa para la que trabajaba el hoy ministro de Defensa, Pedro Morenés. Pues bien, hace tan sólo cuatro meses que el Senado aprobó la prohibición definitiva de minas y armas de efecto similar. Al hacerlo, alguien del PP -todo brillantez-, se felicitó por la desaparición de armas "especialmente inhumanas". Pero, ¿existen armas humanas, o humanistas? Pues sí. Un yihadista corre hacia ti con un kalashnikov en las manos y un cinturón explosivo en el ombligo. En ese instante, no habrá nada tan humano como que un arma de la Policía, o del Ejército, o propia, le mande al suelo a una distancia suficiente para que la onda expansiva no te alcance.

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