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Quizá suene frívolo lo que voy a decir, teniendo en cuenta la actual amenaza terrorista y todo eso, pero una cosa es el dolor a distancia, como el de ahora en París, y otra la muerte mortal y carnosa, esa que sólo bulle y daña, sólo vive, cuando nos golpea de cerca o nos atrapa. En este último caso, por descontado, nada podemos hacer para evitarla. Pero, en cambio, si nos torea llevándose a algún ser cercano, entonces sí: nos dedicamos a dar la chapa largando sin parar acerca de la vida. Tal vez para defendernos de nuestra propia muerte. O para almacenar, antes de que el olvido los engulla, los contados destellos con que se suele amasar la arcilla del recuerdo.

Sí, hay suicidas y todo eso, ya lo sé, pero por lo común casi nadie desea palmarla: tanto como vivientes, los humanos somos seres supervivientes. Y hasta tal punto es así la cosa que quienes peor encajan la idea de la muerte no son los vivos, sino los muertos. De hecho: cuando alguien cercano la palma se aferra a nosotros como jamás lo había hecho. En esto, además, los muertos son muy insistentes. Te llaman desesperados, terriblemente vivos, y te exigen que te hagas cargo de una parte de su ser y que te pasees con ella por ahí como todos los días. Es inevitable: estamos condenados al recuerdo. A su recuerdo. Así que, nos guste o no, todos somos, además de lo que somos, aquello que otros han sido y ahora son en nosotros.

Concretamente: el otro día, mientras un querido colega y yo cruzábamos civilizadamente un paso de cebra en una calle comercial petada de gente, un conductor kamikaze apareció a toda pastilla, atropelló a mi buen amigo y, ¡pam!: lo dejó tieso en mitad de la calzada. Se lo cargó. O sea, puro terrorismo urbano que me dejó para siempre sin mi acompañante habitual desde hace 14 años, mi queridísimo perro Schnauzer miniatura, mi pequeño gran "Max".

En fin, una pena tremenda. Un dolor que, tras haber dedicado la tira de años a eliminar basura sentimental en mi ordenador mental, de rebote me ha traído a la memoria una certeza vital ya casi borrada: que, como "Max", también yo desapareceré algún día en que, como cualquiera, mi única esperanza de vida residirá en que alguien asuma cargar el puñetero lastre de mi recuerdo.

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