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Profesor del Departamento de Sociología de la Universidad de Oviedo

Desmemorias de guerra

Legitimidad para intervenir en Siria, ese avispero, pese a las trincheras maniqueas y la memoria corta

"Mis manos son de tu mismo color; pero me avergüenzo de llevar un corazón tan blanco"

(Macbeth, II, 2)

Todo acto de desmemoria colectiva es voluntario y, por tanto, políticamente intencionado. Pero también es cierto que hay lagos de memoria que no responden a una intención de olvidar sino más bien a la imposibilidad de recordar el pasado, bien por simple ignorancia o porque éste, en algún momento, quedó convenientemente aparcado por irrelevante o por inadecuado, aunque más frecuentemente por la segunda de estas razones.

Hay memorias de corto y de largo alcance. Podemos recordar, como dice Maurice Halbwachs, a condición de querer encontrar dentro de los marcos de la memoria colectiva aquellos acontecimientos del pasado que nos interesan. El olvido se explica por la desaparición o por la disimulación de los marcos de la memoria, por el hecho de que estos marcos se deforman de un periodo a otro. El espacio que habita la memoria es elástico y altamente contestado. En la memoria corta, el recuerdo individual se entrecruza y dialoga mágicamente con el recuerdo colectivo y por eso resulta más difícil de desmemoriar, porque el pasado próximo acecha en el quicio de la puerta y recupera la experiencia del momento efectivamente vivido. Con la memoria larga, que es terreno de los historiadores, pasan cosas distintas. La historia reinventa y proyecta el pasado hacia el presente. Es el territorio del relato reconstruido, de la interpretación de lo que fue a partir del recuerdo prestado en forma de datos y fuentes, en muchas ocasiones justificativos, siempre intencionales e inevitablemente políticos.

Viene la referencia a Halbwachs a cuento del ejercicio de memoria y desmemoria selectivas que la sociedad española hace estos días a propósito de la guerra. De esta guerra a la que, con el poder de nombrar que dan magistraturas como la Presidencia de la República Francesa o el Ministerio de Exteriores Español, se nos arrastra tras los recientes atentados terroristas de París. Y viene a cuento porque, como en septiembre de 2001 o en marzo de 2004, la sociedad española se cuartea ante un nuevo episodio de guerra post-moderna (o de terrorismo decimonónico de inspiración anarco-yihadista, según se mire) que plantea preguntas éticamente ambiguas y difíciles de responder.

A la hora de posicionarse en el debate, la sociedad española paladea y escoge selectivamente su memoria de guerra y decide lo que quiere y puede y lo que no quiere o no puede recordar. De un lado, un belicismo macho e hirsuto, tan irreflexivo como injustamente xenófobo, que recupera de la memoria corta el ensoñamiento castrense de la época Aznar, mientras usa con ligereza la secuencia lógica de toma y daca entre civilizaciones acuñada hace veinte años por el politólogo neoconservador norteamericano Samuel Huntington. Puestos a bombardear o a sacrificar libertad a cambio de seguridad, tal vez este belicismo debiera mirar a la que probablemente es la democracia más securitizada y militarizada del mundo, el Estado Israelí, donde la insurgencia terrorista y las reacciones punitivas (si la secuencia es al revés, da igual) se encadenan en una espiral interminable desde hace décadas.

Del otro, un pacifismo naïve, utopista, irreprochable en lo moral, pero que también construye su memoria de guerra desde el tiempo corto, a partir las estridentes imágenes de las Azores y del viento de levante fuerte al alba, a treinta y cinco nudos, que empujó a cinco helicópteros hacia el guijarro de Perejil. Efectivamente, el arrebato de visceralidad bélica tiene que ver con lo cínico de nuestro bienestar a un precio de la gasolina de poco más de un euro por litro. Efectivamente, también, los Dassault son las armas limpias de los ricos mientras el cinturón casero de explosivos es el arma sucia de los pobres. Efectivamente, la escalada de contra-violencias no parece la mejor forma de escapar del terror. Y mucho menos si es a base del bombardeo indiscriminados sobre territorio sirio. Pero la intervención en Siria no es la guerra de Irak y mucho menos si se plantea desde la perspectiva de los intereses de los refugiados. Esos que llegan a Europa escapando del mismo horror que hemos visto en las calles de París y que, a lo largo de esta semana, ha atenazado Bruselas.

Para comprender mejor la tragedia de esos refugiados quizá debiéramos tirar algo más de memoria larga, esa de la que apenas hay rastro en el debate público. Porque es en ese tipo de memoria, enterrada en el cementerio de recuerdos que es nuestra Transición, en la que, por ejemplo, encontramos explicación al trágico devenir político de España en el siglo XX. Recuerda Manuel Azaña en sus "Memorias Políticas y de Guerra" que la democracia española se vio descuartizada por los totalitarismos de uno y otro lado precisamente porque el antibelicismo candoroso de Chamberlain y de Leon Blum llevó al Reino Unido y a Francia a rehusar la elección de bando y a no intervenir en la Guerra Civil. Indirectamente, dice Azaña, al no comprometerse del lado de la República, fueron los británicos y los franceses quienes apuñalaron a la democracia española y pavimentaron el terreno para el fortalecimiento del totalitarismo en Europa. Sé bien que el régimen sirio no es homologable a la República Española y conozco los riesgos de hacer malabares en forma de anacronismo histórico. Sé, también, que los compañeros de viaje que está buscando Francia como hijos de puta necesarios (Kissinger dixit) no son precisamente los más recomendables. Pero creo, sinceramente, que la legitimidad que tienen las democracias europeas para reaccionar y defenderse de una agresión que, como en la década de los Treinta, amenaza las bases de su sistema de convivencia y de libertades civiles es incuestionable. Cómo hacerlo es otra cosa. Y ahí está el nudo del debate.

Me gustaría poder decir que quien se sume a la coalición de Francia para actuar en Siria lo tiene tan fácil como lo tuvieron la propia Francia y el Reino Unido en España en la década de los Treinta. Pero no es así. Además de que un esfuerzo bélico convencional allí no resolverá por sí solo los problemas de terrorismo aquí, el actual escenario sirio se parece más a un avispero que a otra cosa: con Al Asad, apoyado desde fuera por Putin, atizando fuerte a los rebeldes moderados antes que al Estado Islámico; con los rebeldes moderados zurrándose tanto con el Estado Islámico como con Al Asad, mientras aguantan los bombardeos rusos; con los chiítas iraníes, iraquíes y los kurdos, en principio enfrentados al Estado Islámico, pero cada uno por su cuenta; con los turcos aprovechando como siempre para golpear a los kurdos y, de paso, para derribar algún que otro avión ruso; con el Estado Islámico en guerra con todos?

A pesar de ello, lejos de las trincheras maniqueas y de la memoria corta, no se trata de jugar a ser Macbeth o Lady Macbeth, ni de decidir cuánto queremos empapar nuestras manos con la sangre del Rey Duncan. Ni somos tan inocentes, ni tenemos en realidad el corazón tan blanco. Si hay culpa compartida, pienso que no es buena solución tratar de expiarla a costa de no intervenir.

Post-scriptum. Este artículo está escrito desde la Residencia de Estudiantes de Madrid. Espero que los fantasmas de Lorca, de Eugenio D'Ors y del resto de intelectuales que rondan estos pasillos y que fueron víctimas o de verdugos en la barbarie totalitaria que destrozó la República Española ante la mirada abúlica de las democracias europeas sean capaces si no de compartir, al menos de entender, los razonamientos de estas líneas. Que para nada son certezas.

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