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Profesor de Conservación y Biodiversidad en la Universidad de St Andrews en Escocia

Oportunidad y perversión

El reflejo en Asturias de un fenómeno global: la tendencia migratoria del campo a las ciudades

Más de la mitad de la población mundial vive hoy en ciudades. En 1950 eran solo un tercio, y para 2050 se estima que la proporción se invertirá y solo una de cada tres personas habitará un entorno rural. El 75% de los europeos tienen su casa en una ciudad, aunque esos números son todavía mayores en países pequeños como Bélgica y Holanda donde el porcentaje está por encima del 90%. En España la tendencia migratoria del campo a las ciudades sigue un patrón muy parecido a lo que se observa en el resto de Europa. Es un fenómeno global, y aparentemente imparable.

Esta tendencia a la expansión de los núcleos urbanos causa problemas ecológicos en el entorno de la ciudad, pero también a escala global. Por una parte el crecimiento urbanístico implica alteración del territorio y pérdida de hábitat de muchas especies, de manera que las más sensibles desaparecen, se extinguen. Mientras, otras especies se adaptan a esos ambientes degradados y proliferan, en ocasiones hasta convertirse en plagas. Además, las ciudades favorecen la aparición de especies invasoras, que no son originarias de esa región pero que llegan como consecuencia de las actividades humanas, algunas se establecen y causan problemas ecológicos, económicos y hasta de salud pública.

El resultado de todo esto es lo que se conoce como homogeneización. Las ciudades cada vez se parecen más unas a otras. No solo en cuanto a la forma de vida de sus habitantes, sino también en los animales y plantas de su entorno. Centros comerciales con las mismas tiendas de ropa o restaurantes de comida rápida se pueden encontrar casi en cualquier ciudad del mundo, algo parecido ocurre con gaviotas, palomas, estorninos y gorriones. La consecuencia es una pérdida de biodiversidad a nivel global.

La otra cara de esta tendencia es el declive de la población de las zonas rurales y el abandono de las explotaciones, porque ya no son rentables o porque ya no queda nadie para mantenerlas. En cualquier caso, el resultado es que la presión de las actividades humanas sobre el entorno se reduce, lo cual supone una oportunidad para ciertas especies que recuperan su hábitat natural. Los ecosistemas empiezan a regenerarse una vez que se reduce la alteración que causaban las explotaciones. Las tierras que ya no se cultivan y los pastizales en los que ya no hay ganado inician un proceso denominado sucesión ecológica, empiezan a aparecer los matorrales y después los árboles hasta acabar transformándose en bosques. Ecosistemas maduros que albergan una mayor biodiversidad y por lo tanto son más eficientes en su funcionamiento y proporcionan más y mejores servicios a las sociedades humanas. En otras palabras, el abandono de las zonas rurales se traduce en una revalorización del patrimonio natural.

Este fenómeno global tiene su reflejo en Asturias. Desde hace décadas la población se desplaza a las ciudades del centro de manera que cada vez menos gente vive en el resto de la región. Esto también conlleva una pérdida en la calidad de vida de la gente que se queda en los pueblos puesto que les dificulta el acceso a determinados servicios básicos como sanidad, educación o telecomunicaciones. Parece necesaria una reconversión que reactive la actividad económica y permita obtener unos ingresos razonables para los que deciden quedarse en el campo. Sin embargo, las soluciones que se proponen desde los partidos políticos y la administración siguen recetas anticuadas o tratan de reinventar la rueda mientras desperdician la oportunidad que representa esta situación desde el punto de vista ambiental.

En los peores casos se trata de encontrar una excusa para que unos pocos, a menudo multinacionales y grandes empresarios, hagan negocio de la destrucción de una naturaleza en fase de regeneración. Por ejemplo, se repite hasta la saciedad que los recursos forestales están infravalorados. Y la propuesta concreta para revalorizar estos recursos es fomentar (subvencionar) la producción de electricidad usando biomasa, lo cual no es más que eliminar vegetación, cortar bosques y rozar matorrales para transformarlos en pellets y después quemarlos. Y sin embargo parece que nadie se cuestiona lo absurdo de quemar vegetación para producir energía liberando carbono a la atmósfera. Carbono que había sido retirado de la atmósfera por las plantas. Cuando en el resto del mundo se trata de reducir las emisiones de carbono, aquí, como solución al abandono de las zonas rurales, se propone subvencionar la quema de bosques o de carbón autóctono. Cabría preguntarse además, cómo fomentar semejante industria va a contribuir a la mejora de las condiciones de vida de la gente de los pueblos.

También llevamos décadas oyendo que mejorar las comunicaciones contribuiría a fijar la población de las zonas rurales. Sin embargo, está demostrado que cuando se construye una carretera para conectar una zona rural, además de un impacto ambiental importante, el resultado es que el despoblamiento se acelera. Si se tarda una hora y media en llegar por carretera a una población, la gente procedente de la ciudad que trabaja en el colegio, el hospital o la administración se irá a vivir allí, generando actividad económica. Si se abre una autopista que reduzca el trayecto a 40 minutos, muchos de estos trabajadores decidirán desplazarse a diario desde la ciudad, de manera que la actividad económica también se trasladará a los centros urbanos.

El planteamiento que se propone actualmente para nuestra región consiste en subvencionar sectores completos, lo que se traduce en una intensificación artificial de la explotación en actividades que no son rentables y, con los medios actuales, muy agresiva con el entorno. En otras palabras, invertimos dinero público en eliminar biodiversidad, el patrimonio natural de la región; lo que los economistas ambientales llaman incentivos perversos. El resultado es que alguien gana mucho dinero a corto plazo pero el problema sigue ahí.

Que la gente se vaya a vivir a las ciudades representa una oportunidad para la conservación del patrimonio natural. Y sin ninguna duda, es necesario mejorar la calidad de vida de la gente que decide quedarse en las zonas rurales, pero es posible hacerlo sin que ello implique terminar de destruir su entorno. Podemos ser la primera generación en la historia de la humanidad en dejar a nuestros hijos un entorno mejor conservado que el que nosotros recibimos. Solo hace falta una estrategia basada en el conocimiento y, desde luego, un planteamiento mucho más serio que el que se baraja en este momento en Asturias.

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