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Famélica legión

No hay ninguna guerra santa, porque no es una acción ejemplar ni imitable, solo buena para los que la arman y la empiezan. Detrás de ella siempre está el dinero, el afán codicioso de obtenerlo o la falta de él, es decir, la pobreza, pues el mayor número de sus víctimas pertenece a esa legión de pobres que los ricos y poderosos que la organizan usan para que se maten unos a otros hasta que les convenga no continuarla y decidan firmar un armisticio y discutir los beneficios que sacarán de ese alto del fuego para llegar a la paz, que tarda en llegar siempre después de una contienda, porque lo impiden el luto y el pesar por los muertos, que les importan una cagarruta a los mandamases. Así sucedió con el ataque en Madrid a los trenes en los que viajaban trabajadores camino del tajo, no prebostes acaudalados ni políticos que van a todas partes en coches oficiales con conductores y medidas de seguridad que los protegen incluso de palabras airadas de censura de la ciudadanía que patea las calles harta de sus fraudes; y lo mismo había ocurrido ya en el atentado a las Torres Gemelas de Nueva York, donde los muertos fueron sustancialmente personal de la limpieza, compuesto por muchos hispanoamericanos; y similar hecho fue el trágico suceso, un año después del madrileño, del metro londinense, cuyos usuarios no eran ladys ni lores ni figurones laboristas ni conservadores, sino currantes, sacrificados bestialmente por pobres, pertenecientes a la famélica legión, la tropa siempre de todos los ejércitos, los soldados que hacían la "mili", porque no eran ricos para librarse, previo pago, de ese servicio militar, como estos, que no son hijos de jeques ni de califas, y tienen una dependencia de animales fieles al amo que les da de comer y les promete el paraíso si se mueren, por lo que jamás desobedecen sus órdenes y las cumplen con escrupuloso fervor.

Y resulta curioso que a los que se les inflamaron las cuerdas vocales afirmando que ETA era la autora de la matanza de Madrid, donde explosionaron varias bombas, ahora guarden silencio de cartujos y no prosigan su fabulación, como harían si tuvieran un escroto con dos compañones del tamaño de los huevos Fabergé que coleccionaba el zar Nicolás, aseverando que los etarras no entregan las armas porque se las vendieron a los yihadistas combativos, cuyos señores trafican con el petróleo, dándoselo a sus amigos occidentales muy barato.

Vivimos momentos ya casi impeorables, en todos los aspectos, se mire al septentrión, al mediodía, al oriente o al occidente, aunque no se oigan los cascos de los caballos de la Revelación o Apocalipsis de San Juan Evangelista, al que Jesús amaba, ni se quieran percibir los estragos de las plagas de Egipto que retornan cuando se derraman litros de sangre y los mosquitos con figura humana envenenan con sus picaduras y cometen destrozos irreparables, únicamente para que unos pocos obtengan altos beneficios crematísticos, en este planeta enfermo e intoxicado, donde existen úlceras, pústulas y llagas tan terribles como las que aquejaron a los egipcios, porque damos muerte a la Tierra, la matamos poco a poco, hasta que la rematemos y sucumbamos con ella, aunque haya quien pánfilamente niegue el cambio climático y el estropicio del medio ambiente, y le dé igual que no podamos leer ya a la luz clara de la luna ni que el aire sea tan diáfano, puro y respirable como en el tiempo de los coches de caballos, cuando no había automóviles, fábricas ni aviones; pero lo más repugnante y macabro es lo que sueltan por sus bocas no de fresa, sino de fruto rojo del tejo, cuantos sentencian que los responsables del terrorismo islámico son los aquejados de "buenismo", neologismo grotesco, aplicado a los que no quieren cerrar las puertas a ningún fugitivo de la muerte y de los bombardeos de su país, para evitar así darles la palabra exacta y justa de bondad, porque ahora la "pietas" romana y la helénica "eusebeia" están más devaluadas que nunca y el bueno es más que nunca bobo, de modo que la piedad y la misericordia con los emigrantes que huyen del espanto y de la macabrada que se vive en Siria son denigradas por los no "malistas", sino malvados que, de haber sido troyanos, habrían escapado del fuego abandonando a su padre anciano y paralítico y a su hijo pequeño, para que los devoraran las llamas.

Por otra parte, resulta indecente que algunos sabiondos expelan que la religión cristiana cometió también salvajadas quemando a herejes torturados antes de echarlos a la hoguera, porque es mentira. El cristianismo fue perseguido bestialmente en Roma por atacar desde la basa hasta el capitel uno de sus pilares: la esclavitud; y solo duró cuatro siglos, al someterse al poder y a la invención de la Cruz por la santificada Elena, madre del emperador Constantino, que supuso el nacimiento de las reliquias y su comercio rentable y del catolicismo; pero hubo paleocristianos, malditos para los papistas, que continuaron dando ejemplo de vida hasta hoy, sin ceremonias ni exhibicionismos. La Inquisición medieval y la de la edad moderna sí son cosa de la Iglesia Católica y también de algunas desgajadas de su tronco y mal llamadas cristianas. En España ese Tribunal duró hasta el siglo XIX, siendo la última víctima el maestro Ripoll, ahorcado y quemado por hereje en 1826; fue el horror de los horrores, el infierno en la tierra. Pero hoy, a estas avanzadas horas de la historia, es intolerable la existencia de inquisidores que condenen a muerte a heterodoxos, blasfemos, sacrílegos o ateos de cualquier religión. En tanto, el Papa Francisco sigue demostrando que es valiente como el santo de Asís de su nombre, apodado Poverello y hermano del lobo, de la lluvia, de las estrellas, del agua, del viento? que viajó al Egipto musulmán, donde lo recibieron a golpes, pero después confraternizó con el sultán; y el Papa continúa por esa senda, al lado de la famélica legión de pobres que pueblan la tierra, como un buen jesuita.

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