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Carta de un refugiado

Mi nombre no te importa. No vale la pena. Ni tampoco tengo interés en que lo sepas. Para qué. Lo pronunciarías de puto dolor y lo olvidarías en un santiamén. Me conocerás mejor por ese número al que le faltan papeles y lágrimas. Y le sobran perseguidores, no faltó ni uno a filas, los cuatro jinetes del más sofisticado Apocalipsis se dieron cita y cabalgan sin descanso para masacrarnos. Te digo que de donde venimos no queda piedra sobre piedra, y siguen cayendo bombas, ni los alacranes sobrevivirán. Y ¿adónde vamos? A ninguna parte, peor que a ninguna parte, nos encaminamos hacia otra muerte lenta, fría, enfangada entre el hambre y los alambres de espinos. Enfangada en la más cruel de las hipocresías. Lo hemos perdido todo. ¿Sabes lo que es? Ojalá nunca lo sepas. Dudas si tus propios ojos te pertenecen, el arrancarlos te tienta para no empacharte con tanta muerte. Empacha como un bizcocho borracho en sangre. ¡Qué sabéis! Europeos de frágil memoria. Retroceded en el tiempo y miraros en este espejo, la historia vuelve a la carga con sus ignominiosas galas. La guerra que no cesa porque es la locura colectiva que alberga el hombre y conduce a la autodestrucción. ¡Ciegos e idiotas! Qué lástima que los neurofisiólogos no hayan informado todavía sobre ese acumulo de neuronas que alberga esta infame locura. La bombardearíamos a placer con varias sesiones de rayo láser y a otra cosa mariposa. Pero no, el hombre sigue siendo lo que es: un fabricante y usuario de armas. Hoy un hombre desarmado no es nada. Yo, por ejemplo, nada. Y los míos que ya no están, menos que nada, vago recuerdo de lágrimas secas. Ahora camino por los pasillos de Europa en busca de asilo, de protección, y qué encuentro, ni lo cito, lo sabéis de sobra, los informativos subieron en audiencia con las caravanas interminables de dolor y muerte. Los informativos abandonaron a los refugiados, cansamos a la audiencia. Los ahogados en la orilla del mar reposan junto a las conchas marinas y los de las cunetas se incorporan a un paisaje que no desentona al lado de los tilos y la nieve de las montañas. Los niños comen los pulgos de las patatas y eructan viento de hambre. Las madres los acarician. Los padres aúllan. Y caminamos por el territorio del desamparo? ¿hasta cuándo?

Nadie contesta. Llego a la conclusión de que hay tres razas principales. Una, la que mata. Otra, la que se refugia. Y la tercera, la conscientemente pasmada. Ésta gesticula a más no poder, se reúne bajo el lema "hay que" en los grandes salones, sale a la calle y grita, pronto queda afónica. Los pasmados quieren arreglar el mundo desde el sofá y los sabores de la buena mesa, y lo arreglan con más bombas, y nos reparten sin repartir, y los refugiados seguimos caminando, lo dice el poeta, "caminante no hay camino, se hace camino al andar?" (si lo permiten las alambradas), y concluye el hombre que busca asilo: "Murió el refugiado lejos del hogar, lo cubre el polvo de un país vecino".

Estoy muy cansado. Termino. Adiós, pasmados, y no olvidéis una cosa: "Este camino un día será el vuestro".

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