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Xuan Xosé Sánchez Vicente

El Papa, Margallo y el determinismo

El peso que los discursos tienen en el terrorismo, más allá de las situaciones de pobreza o la desesperación

El 19 de noviembre, en una entrevista en 13TV, el locuaz ministro de Exteriores, García-Margallo, manifestaba que la adhesión de jóvenes al terrorismo, y el terrorismo mismo, se explicaban por la situación de marginación, pobreza y falta de esperanza en que vivían esos jóvenes captados para el crimen. Y a continuación, visto lo que acababa de decir, empezó a explicar que lo dicho no quería significar que justificase el terrorismo. Pero evidentemente, sí lo justificaba -lo que, obviamente, no significa que lo aprobase-, porque si una cosa es un fruto inevitable de determinadas circunstancias esa cosa no tiene más remedio que ocurrir.

Hace pocos días, el Papa, en África, redundaba en la misma argumentación. "La experiencia demuestra -son sus palabras- que la violencia, los conflictos y el terrorismo que se alimenta del miedo, la desconfianza y la desesperación nacen de la pobreza y la frustración".

Se trata en ambos casos de una explicación de tipo determinista: dado esto, es inevitable que aparezca esto otro. Ahora bien, ese determinismo pasa por alto que en otras circunstancias de pobreza y frustración no se produce esa voluntad organizada de matar. O debería esclarecer por qué pertenecen a esas organizaciones y las sustentan gente con carreras (como los asesinos de las Torres Gemelas) o multimillonarios, tal como ocurre en el caso de Al-Qaeda o el ISIS. O, por venir a España, explicar por qué en una sociedad del primer mundo surge en Euskadi una secta dispuesta a matar y deja de hacerlo después; o cómo es que las calles se llena de jóvenes entusiastas de la yihad-borroka y deja de haberlos cuando sus imanes los invitan a retirarse. Esto es, ocultan el peso que los discursos tienen en el terrorismo. Y, al mismo tiempo, ignoran en qué medida las características biológicas del ser humano y su estructura cerebral empujan al individuo, especialmente al joven, a buscar una explicación simple y, al mismo tiempo totalizadora y justiciera del mundo.

En otras palabras, no es distinta la predisposición que tienen muchos jóvenes hacia la yihad de la que en los años sesenta otra juventud tenía hacia el castrismo y el cheguevarismo (algunos de cuyos pecios, por cierto, navegan hoy por los partidos emergentes tratando de poner en pie aquella su "revolución pendiente", por decirlo en los términos del fundador de la Universidad Laboral de Xixón y sus seguidores).

Pero ese determinismo fruto de una visión monofocal tiene en el caso del Papa otros entrañamientos: niega el libre albedrío, y viene a ser en términos materialistas lo que es la predestinación en términos teológicos; liquida, como consecuencia, la misma idea del pecado. El actual Papa, el argentino-jesuita Francisco, se caracteriza por ofrecer un discurso fuertemente sociológico -el medio ambiente, los pobres, el trabajo, la desigualdad?-, sobre los problemas actuales del mundo. Ello nada tiene de extraño en la tradición de la Iglesia. ¿Qué otra cosa era, por ejemplo, la Rerum Novarum de León XIII, sino el acercamiento a las realidades, entonces nuevas, de la industrialización y las relaciones entre capital y trabajo, así como sobre los discursos enfrentados al respecto, socialismo y liberalismo?

Pero se trata de una cuestión de proporciones o de énfasis, porque en la proyección del Papa actual la temática sociológica parece predominar sobre las demás. Y es ese discurso que he llamado fuertemente sociológico o "mundano" (no teológico o eclesial) el que provoca la admiración de gentes como Pablo Iglesias o la de Raúl Castro, quien asegura: "volveré a rezar e ir a la iglesia si el Papa sigue así". Los lectores son demasiado inteligentes para que yo extraiga de estas manifestaciones conclusión alguna.

Concluiré, sin embargo, con una anécdota a modo de parábola. En cierta ocasión acompañe a mi madre a una misa. Creo recordar que se conmemoraba un cabo de año de algún pariente o vecino. Pues bien, a la hora de la homilía, el oficiante empezó a decir a los presentes que no pensasen que por acudir a la iglesia iban a tener expedita su salvación. Que tal vez los había que nunca pisaban el templo, pero tenían más fácil su entrada en los cielos (es posible que hablase del camello y la aguja evangélicos), porque se dedicaba a luchar por los demás intentando cambiar el mundo o a defender a los parados. Y así de este tenor.

Yo miraba a mi alrededor y no daba crédito. El escaso número de fieles se reducía -como hoy es habitual- a una mozada de varones, sin duda píos y probablemente castos (más por la edad que por otras circunstancias), y a un número no muy amplio de mujeres, la mayoría en la condición de bisabuelas, abuelas o próximas a serlo. ¡Y el cura abroncaba a aquella gente, los asiduos, que en la Iglesia encontraban su esperanza y su consuelo, en aponderanza de quienes no caían por allí ni, seguramente, pensaban hacerlo nunca!

"El que tenga oyíos p'atolenar, qu'atolene", decía el equipo del obispo Fernández de Castro en la traducción del Evanxeliu de San Matéu.

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