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Profesor de Ciencia Política de la Universidad de Oviedo

Óscar R. Buznego

El debate que no fue

Un suspenso sin paliativos para un cara a cara lleno de errores tácticos

España es un país maravilloso, sí, que en la actualidad tiene grandes problemas. Uno de ellos es la corrupción política. Los españoles lo perciben con mucho tino. Es un problema muy serio. Afecta a los partidos con mayor representación parlamentaria y está relacionado con su financiación y la conducta de un buen número de sus dirigentes y cargos públicos. Los juzgados, la prensa y el Tribunal de Cuentas dan fe de ello. Atraviesa la historia del PP y pone bajo sospecha sus victorias electorales, cuando una competición limpia en las urnas es considerada un requisito básico de la democracia. Si queremos una buena democracia es necesario abordarlo con firmeza tan pronto como sea descubierto.

Pero hoy no se habla de la corrupción, sino del fatídico momento en que el debate de la noche anterior se fue al garete. Un presentador de televisión insistía una y otra en visionar el trance, queriendo imprimirlo en la retina del telespectador para recreo de todos. ¿Era ésta la intención de Pedro Sánchez? Dudo que tenga algo que ganar en la competición electoral con la polémica desatada en torno a las formas empleadas en su andanada contra Rajoy. Más bien parece que cometió un error táctico. No calculó ajustadamente la agresividad de su ataque, bien concebido pero mal ejecutado. El resultado es que no consiguió destruir a Rajoy y ha cargado de nueva munición a Podemos y Ciudadanos, cuyos candidatos se apresuraron a tomar distancia de lo sucedido. En todo caso, si acertó o se equivocó, lo dirán los votantes el próximo domingo.

El debate merece un suspenso sin paliativos. El comienzo fue prometedor y aumentó la expectación, pero acabó en naufragio. El moderador formuló preguntas tópicas, de escaso interés, y asistió impasible y perplejo a una gresca que lo desbordó, sin que fuera capaz de contener a los candidatos, que se saltaron constantemente las reglas y los temas. Los asuntos puestos sobre la mesa quedaron contaminados de inmediato por el tono destemplado y bronco que dominó todas las fases del duelo, convertido en un diálogo de sordos. Ninguno de los aspirantes respondió las preguntas que le plantearon el oponente o el moderador. Pudo ganar uno, el otro, ninguno, lo cierto es que perdimos todos. No hay nada de provecho que pueda salvarse del debate. Si fuera posible, lo mejor sería olvidarlo cuanto antes.

La pregunta es si el debate ha puesto un abrupto final a la campaña electoral. Es presumible que los días que restan asistamos a una secuela del enfrentamiento, con los candidatos de Podemos y Ciudadanos dispuestos a aprovechar la circunstancia. Los partidos recogerán los restos del debate del modo que mejor les convenga, pero será difícil que puedan levantar el ánimo de los ciudadanos. Y, así, cerrando puertas al diálogo, nos encaminamos poco a poco a una situación en que la gobernación del país será un problema de primer orden y no, como cabe esperar, el principio de la solución de los grandes problemas pendientes después de año y medio de agitación política y electoral.

Al margen de la pugna electoral, hay dos preguntas más que provoca el debate, sobre las que deberíamos reflexionar. Una, ¿nuestro país, después de casi cuatro décadas de democracia, aún no sabe debatir sobre cuestiones políticas de manera civilizada y pensando en el bien de todos? Y, redundando en lo mismo, ¿ha sido el debate un fiel reflejo de la sociedad española? Es posible que la realidad no sea tan dramática como parecen sugerir las preguntas y que nuestra política tan solo haya vivido uno de esos días malos que tiene cualquiera, pero lo cierto es que los candidatos de los dos principales partidos han echado un jarro de agua fría sobre los electores en la ocasión más señalada para infundir confianza en el futuro que nos aguarda después del domingo con problemas que exigirán a los españoles lo mejor de sí mismos.

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