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La Royal Academy of Arts de Picadilly es uno de esos templos del arte que nadie con aficiones a la pintura o la escultura puede perderse cuando viaja a Londres. Conviene sacar la entrada semanas antes para no quedarse sin ver la exposición del momento. En especial si, como a menudo sucede, los encargados del museo organizan exhibiciones que van más allá de la estética simple para instalarse en los fenómenos de masa. Es eso mismo lo que sucede con los montajes que el artista disidente chino Ai Weiwei mostraba estos días del puente largo de diciembre; unas instalaciones que añaden a la belleza relacionada con la concepción del espacio que Ai es capaz de ofrecernos -no en vano es arquitecto- todo un mensaje en favor de alguna de las muchas causas perdidas de su país que nos llevan al desánimo.

Ai Weiwei acaba de recuperar su pasaporte después de años de reclusión domiciliaria. Una cárcel cómoda si se compara con las celdas de las prisiones en las que el régimen chino le metió antes de volverse una celebridad universal del arte y de las que sabemos porque el propio artista utiliza aquellos recuerdos para montar en una de las salas de su exposición cajas enormes de dioramas. Una especie de tebeos siniestros que permiten ver por alguna que otra ventanilla escenas del artista cautivo y vigilado de cerca por sus carceleros incluso mientras duerme o en el cuarto de baño.

Pero las piezas que más sobrecogen son las que Ai Weiwei compone con los maderos de los templos budistas derruidos, con las vigas metálicas de las escuelas que se desplomaron a causa del terremoto que sacudió en 2008 unas construcciones chapuceras y con las vasijas, ya sean de la dinastía Han o incluso del neolítico, que el artista pintarrajea o incluso rompe en pedazos para reducirlas a polvo como mejor metáfora de la indiferencia contemporánea respecto de los artefactos de las culturas caducas. En particular el bosque que recibe al visitante en el patio de la Royal Academy of Arts, lugar por excelencia para provocar el asombro, y el llamado mapa de China, que no deja de ser más de lo mismo, suponen una prueba excelsa acerca de por qué la imaginación lo es todo. Comparadas con esos maderos que se articulan, los objetos en mármol que Ai Weiwei ofrece como acompañamiento, desde la reproducción fiel de las cámaras de seguridad que vigilaban desde el exterior de su casa para que no saliese de ella hasta las máscaras antigás que nos recuerdan un Pekín sumido en la contaminación más bárbara, se nos antojan triviales. Cuando el artista chino quiere sacudirnos el alma sabe hacerlo sin más que comprar los desechos, ordenarlos en una sucesión colosal y magnífica y hacernos pensar que el todo es más, muchísimo más que la suma de sus partes. El todo es la intersección entre un artista soberbio, un montaje que compone lo antes destruido y un espectador que no sabe si detenerse en la indignación o en la belleza. Ai Weiwei consigue que ambas sean la misma cosa.

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