Cuesta ser cuerdo y, a la vez, extraer algún provecho lógico de lo que dice Pedro Sánchez. Sus palabras apenas se entienden desde la sensatez o no se entienden en absoluto. Sólo se percibe claramente que quiere acabar con Rajoy y ser presidente del Gobierno porque sabe que lo es ahora o probablemente no lo será nunca. Ha visto la oportunidad de enmascarar su derrota en las urnas -los escaños perdidos con respecto a Zapatero y el propio Rubalcaba- y se aferra a la posibilidad de llegar a la presidencia a costa de lo que sea: suscribiendo acuerdos con Podemos, un partido con el que el PSOE no comparte las líneas esenciales de la política de Estado y que, además, aspira a arrebatarle la hegemonía de la izquierda.
Pero además construye su aspiración en torno a una conjetura necia y que repite hasta la saciedad. Según él, los españoles han votado masivamente por la izquierda y el cambio. Algo que no es cierto desde el mismo momento en que si sumamos los escaños de los dos supuestos bloques la suma revela discretamente lo contrario. Incluso en el batiburrillo nacionalista, la derecha se impone a la izquierda en cuanto a tendencia por los pelos. Rajoy ha ganado unas elecciones perdiéndolas, a su vez. Sánchez, simplemente, las ha perdido, pero quiere ser presidente y ha visto una posibilidad excepcional de lograrlo.
Excepcional y complicada, por no decir imposible. Aunque Podemos se uniera al gran proyecto de progreso que reclama Sánchez renunciado por medio de una estratagema al referéndum independentista catalán, la suma no sale. Al referéndum se puede renunciar, entre otras cosas porque es inviable constitucionalmente. Aún así, los socios tendrían que ganarse a otros satélites de la secesión de España dispuestos también a abjurar de los principios separatistas. Sánchez ha fracasado y emprende la huida hacia adelante que criticó en Mas. Empieza a ser un espíritu de contradicción capaz de contradecirse a sí mismo.
