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De aquí a Lima

Todos los incendios son provocados

El fuego que asoló Asturias y acechó La Fresneda fue vandalismo o descuido; pese al cambio climático y la maleza, el monte no arde solo

Un veterano guarda rural rememoraba para este periódico a principios de la década pasada una tarde de verano y tormenta eléctrica en la que pudo comprobar desde un camino forestal, atónito e impotente, cómo los rayos al caer sobre el monte prendían fuegos. El relato del vigilante evocaba la imagen de un dedo gigantesco, el de una suerte de Hefesto, cabreado, digitando la ladera. Y allí donde posaba el índice ardía el pasto.

En otra ocasión, un sudoroso y ennegrecido brigadista con callos en las manos por cientos de horas de batefuegos recordaba en una entrevista a pie de hectárea quemada, aquella vez en la que su equipo había visto muy claro que el efecto lupa del sol con una botella rota era el culpable del incendio que había arrasado la solana de un valle en el Bajo Nalón.

La vulnerabilidad de Asturias ante el fuego es enorme porque la zona de exposición a las llamas es inmensa. Pese al asfaltado y el hormigonado de siglos de evolución, el 40 por ciento de la superficie de la región sigue siendo monte, bosque o pasto. Son unas 400.000 hectáreas de pura naturaleza que tapizan casi la mitad del Principado. Para los amantes de una desgastada comparación, el equivalente a sumar cuarenta veces el césped que ocuparían, juntos, todos los campos de fútbol oficiales que hay en el planeta.

Los últimos días del año que acaba de expirar serán recordados por los violentos incendios que afectaron a 50 de los 78 concejos asturianos y que costaron la vida a un piloto de helicóptero que participaba en tareas de extinción, en Parres. A falta de cifras oficiales de superficie quemada, podrían ser los fuegos más devastadores de los últimos 30 años. Solo el incendio de El Franco afectó a casi 4.000 hectáreas, una cuarta parte de toda la superficie forestal que arrasaron más de dos mil fuegos en 2012, uno de los peores años que recuerdan los servicios de extinción. Desde 2006 no se activaba en Asturias el "nivel dos" del plan de incendios del Principado (Infopa).

Montes y matorrales ardieron incluso en la zona central de Asturias que, precisamente por más poblada, está menos expuesta al incendio forestal. Tardarán en borrarse, sobre todo de la memoria de sus vecinos, las imágenes de las llamas acechando a La Fresneda con la nube de humo envolviendo las casas y un fino cordón de fuego cercando la urbanización, como el aro incendiado por el que fuera a saltar un tigre de circo.

El cambio climático ha traído temperaturas altas incluso en diciembre. Añadamos que la cordillera Cantábrica favorece el conocido como efecto Foehn, por el que el viento seco y caliente procedente del sur atraviesa el cordal y desciende rápidamente, se recalienta por el incremento de presión y se hace más seco. La suma de ambos factores ofrece al fuego las condiciones perfectas para engullir hectáreas a gran velocidad. Lo asume el Instituto de Física de Cantabria en un informe en el que advierte de que en 2075 el área quemada en España se triplicará por el cambio climático.

A todo lo anterior hay que sumar que el monte se atiende cada vez menos. Está "sucio", que dicen en el área rural. Y no es que esté lleno de residuos o trufado de vertederos ilegales -que en ocasiones también-, sino enmarañado de maleza y rastrojos que conquistan pasos, caminos y sotobosques; consecuencia, sobre todo, del abandono de los usos tradicionales y el despoblamiento del medio rural.

Pero aun con la maleza, el cambio climático y el efecto Foehn, el monte no arde solo. El guarda rural y el brigadista con los que comenzaban estas líneas recordaban aquellas situaciones en las que los rayos y el sol prendieron el bosque precisamente por su excepcionalidad. Nunca antes habían visto algo así. Y seguramente nunca después lo verían. Porque el monte lo queman las personas.

Entre el 96 y el 99 por ciento de los incendios forestales, según la fuente que se consulte, son de origen antrópico. Tomando el mismo margen de error estadístico que aprueba, por ejemplo, hablar de pleno empleo con un paro del cinco por ciento (qué lejano suena), aquí podríamos asegurar, sin miedo a adeudar rigor, que todos los incendios son provocados.

Aunque no todos son intencionados. El Ministerio de Medio Ambiente, estima que el 23,3 por ciento responden a negligencias y accidentes y son el 54,7 por ciento los que son intencionados. El caso es que solo el 4,3 por ciento responden a causas naturales, y del resto no se conoce el origen (lo que no quiere decir que no hayan sido provocados).

Los fuegos intencionados suponen el 60 por ciento de la superficie quemada anual. De ellos, un 68,3 por ciento corresponden a quemas ilegales descontroladas, y un 11,9 por ciento a venganzas y vandalismo. Lo pirómanos, los que queman por enfermedad, apenas generan el 9,7 por ciento de las quemas intencionadas. El resto son obra de incendiarios.

Esta estadística revela oficialmente algo que oficiosamente es tan viejo como el medio rural, y es que son los propios vecinos los que pegan fuego al monte. Los motivos son diversos: apertura de caminos para el ganado, eliminación de matorral, regeneración de pastos... y las consecuencias, impredecibles, pero siempre destructivas. Las motivaciones son infinitas: durante años y cada 18 de julio, fecha del alzamiento golpista, ardía una misma finca. De pronto un año las quemas cesaron y las autoridades, que nunca dieron con el incendiario, comprobaron que el fin del fuego coincidía con la muerte de un vecino que acusaba al dueño de aquella finca de haber matado a su hermano en la Guerra Civil.

El Seprona detuvo hace unos años en Galicia, cerca de la frontera lucense con Asturias, a un vecino que iba en moto por un camino prendiendo fuegos con su "chisqueiro". El hombre confesó que lo hacía porque disfrutaba con el espectáculo de los medios aéreos sofocando las llamas. "Como al pueblo no nos traen a la orquesta Panorama?", excusó.

Los incendios tienen casi tanto de política forestal como de problema de orden público. A las autoridades les resulta difícil dar con los autores de un incendio, aunque la mayoría de las veces sus propios vecinos saben quién ha prendido la mecha. Pero por vecindad, amistad, cobardía o miedo a represalias, unos protegen a los otros. La tarea de la Guardia Civil, las brigadas y la guardería rural es ímproba, y el resultado de su esfuerzo, escaso. La tasa de esclarecimientos es aún muy baja, en Asturias y en España.

Y es que a veces el incendiario coloca una mecha de tres horas y cuando se declara el incendio está jugando la partida en el bar. Además, el propio fuego dificulta la identificación de los autores porque elimina cualquier rastro orgánico. Ni la prevención ni la vigilancia son infalibles, pero sí muy importantes, como lo es el efecto disuasorio de las penas.

La justicia ha ido dando pasos firmes hasta lograr encarcelar a varios incendiarios. El último avance, sacar del procedimiento del jurado el incendio forestal doloso. Salvo que se le pille con las manos en la masa, condenar al autor de un fuego no es fácil porque pocas veces se tienen pruebas directas. Y los indicios (por acreditados y plurales que sean) no siempre eran suficientes para convencer a personas legas en Derecho de sentenciar a una persona como culpable de hacer algo que nadie vio.

Se ha hecho mucha demagogia política con la reforma de la ley de Montes y lo que tiene de abono para la especulación el hecho de que abra la recalificación de zonas quemadas cuando concurran razones de interés público. Y en Asturias puede que esté relacionada con algún caso aislado, pero cuesta pensar que es la tónica general de los incendios forestales, y mucho menos de los que asolaron en diciembre el Principado.

La implacabilidad de la justicia es una de las tres herramientas esenciales en la lucha contra los incendios. Las otras dos son el desprecio social a los incendiarios y la mejora de los usos forestales. Un monte rentable no arde nunca.

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