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Medias tintas

Lo que no hemos aprendido de los tiempos de crisis

Nadie duda que la vivienda, además de un precepto constitucional, es una herramienta de normalización social. Pero en ningún lado está escrito que ésta deba de ser en propiedad. En Europa, este derecho se consolida especialmente con el alquiler. Sin querer mirar al Norte, en España antepusimos de manera abusiva en la época dorada del ladrillo el placer de escriturar al de razonar. A las botellas medio llenas les sobra optimismo y a las medio vacías, racionalidad. Otra cosa es la tremenda capacidad de sugestión del planeta financiero.

Los errores de endeudamiento pueden distorsionar una vida o un país y hacen que reparemos en qué es lo que hemos aprendido de la crisis. Los hay que piensan que, aparte de amoldar algunas rutinas, los patrones de comportamiento son esencialmente los mismos. Y eso que los fracasos son para aprender, no para repetir.

Otros apuntan que hemos pasado del esplendor al espejismo, instalándonos en otro edén parecido al que acuñara mitos falsos como el de que los valores inmobiliarios nunca bajan de precio o que las deudas siempre son buenas. Parece ser que volvemos al lugar del crimen sin que las malas experiencias nos hayan hecho más realistas y seguimos manteniendo verdades que sólo sirven para apuntalar a quienes las defienden.

Hoy como ayer, la demagogia goza de buena salud y hay que tener mucha lucidez para no caer en sus brazos. La disfrazan de solidaridad y comprensión, pero sigue tan egoísta como siempre. Proliferan en nuestras calles los negocios de arreglos de ropa o los de reparación de electrodomésticos de los que antes nos desprendíamos a la primera de cambio. "Reutilizar", "reciclar" pertenecen a la retórica eficiente que se impone siempre a la dialéctica grandilocuente, hoy más inoportuna que nunca.

Sin embargo, el despilfarro, la especulación y la algarabía nos pican la curiosidad ejerciendo sobre nosotros cierto poder de fascinación. Así, somos capaces de gastarnos en un móvil ochocientos euros detrayendo presupuesto de nuestras necesidades básicas. Menos mal que volvemos cada mañana al refugio del espejo para pasar el test de la sostenibilidad. Gracias a él -y aunque los barómetros señalen que en cultura financiera no mejoramos- los tupper llenan los comedores de las empresas en una especie de versión autodidacta que tratara de convertir la crisis en una oportunidad para la mesura.

Somos pura paradoja. El filósofo Emilio Lledó, reciente premio "Princesa de Asturias", escribe en su "Memoria de la ética" que hay en nuestro ser una mezcla de pasión y deseos, de valor y cobardía, de compasión y alegría, de apetitos y frustraciones. Será por eso que nos hacemos irreconocibles cuando nos encuadran por tendencias o nos tratan de estabular a golpe de estadísticas. En la globalidad, en esa enorme economía de escala en la que se nos coloca, tenemos la desmotivadora y alienante sensación de que nuestro futuro está en manos muy lejanas.

Pero es imposible estudiar a fondo la quema de nuestros bosques sin hablar antes del despoblamiento rural, disertar de la Europa del bienestar de espaldas al éxodo de refugiados, hablar del paro desplazando la precariedad, erradicar las enfermedades infecciosas sin intervenir en la pobreza global o poner números al futuro sin presupuestar la factura demográfica que se avecina.

Enterrados entre los datos macro, como una respuesta emocional, surgen unos actores de proximidad de gran impacto social: los abuelos y sus pensiones. Una verdad absoluta que une recursos con necesidades, conceptos habitualmente muy alejados entre ellos. Igual o más distantes y desproporcionados que los sacrificios que asumen los ciudadanos frente a las grandes corporaciones.

Vivimos a golpe de intuición, haciendo camino al andar, rodeados de cifras e incertidumbres. Hemos renunciado a realizar cálculos a largo plazo y ya sólo nos queda ser dúctiles y maleables como principal herramienta del manual de supervivencia. A nuestras propias contradicciones hay que sumar el acoso de la inmisericorde mercadotecnia y las verdades a medias del sistema. Caminamos a medias tintas. Más agotador, incluso, que hacerlo a ciegas.

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