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Después del fuego...

Con el fuego sofocado y el ardor de la polémica un poco más apaciguado, es momento de pensar y actuar cabalmente, valorar daños e iniciar una nueva cultura de manejo responsable del territorio. En cuanto a los pirómanos, esperamos que sean puestos a disposición de la justicia, pero en casos como éste las penas deberían ser proporcionales al pavor que han desatado en pueblos y ciudades, a los efectos devastadores sobre el paisaje, el patrimonio y la economía y al resultado de muerte en el accidente de helicóptero. Los suelos calcinados tardarán décadas en recuperar su estructura y fertilidad y entre otras consecuencias tendremos en las comarcas afectadas menos agua disponible, erosión, argayos, sequías e inundaciones, empobrecimiento de los terrenos para cualquier actividad agroforestal... Es difícil cuantificar toda la magnitud de los daños y hay que actuar con urgencia para minimizarlos, pero en todo caso se impone la reflexión sobre cómo evitar que estos hechos vuelvan a repetirse.

En 2015 tuve oportunidad de publicar un artículo sobre el fuego en la gestión de los montes, para el proyecto europeo CypFire de prevención y lucha contra incendios ("El fuego y la gestión del territorio", puede consultarse en internet). Desde una perspectiva etnobotánica que analizaba el uso del fuego en los sistemas de gestión tradicional de nuestros paisajes, se extraían una serie de conclusiones sobre la situación actual en el contexto de toda el área del Arco Atlántico y especialmente en las regiones de la Cornisa Cantábrica. Se advertía ya de la problemática creciente de los incendios que a causa del cambio climático, la matorralización de los montes y los monocultivos de pino y eucalipto amenazan con arrasar comarcas o regiones enteras. Cierto que no imaginamos encontrarnos tan pronto con este escenario dantesco. Pero este ha sido un simple aviso de lo que sucede cuando no se asume el buen gobierno de los montes como una cuestión urgente y prioritaria.

Para un diagnóstico certero de la situación es importante saber cómo hemos llegado a este punto y cómo gestionaron los montes las generaciones que nos precedieron. Nuestros abuelos jamás hubieran dado fuego al monte en semejantes condiciones meteorológicas por simple sentido común y responsabilidad. Incluso en los incendios controlados que practicaban hace unas décadas, se escogían días sin viento en los que el suelo húmedo o helado quedaba protegido y todo el pueblo estaba presente vigilando el fuego.

Sin embargo, si echamos la vista un poco más atrás, el testimonio de los ancianos de estas regiones cantábricas era bien distinto. Antes de que comenzara la emigración masiva a las ciudades, las aldeas estaban tan pobladas que no sobraba ni una hierba en los montes. Todo era imprescindible para la supervivencia. Hasta los matos o la hojarasca servían de abono, forraje o combustible. A veces para todo ello, como es el caso de los argomales o tojales que, aunque hoy nos parezca mentira, se sembraban desde Galicia a Bretaña para dar de comer a los animales y calentar hornos de cal, de pan, tejas o cerámica? Las pendientes más escarpadas y los últimos confines de cada territorio eran segados para obtener un poco de rozo para el estiércol y cama para la cuadra o para dar de comer a un ganado a veces tan famélico como sus amos. Los paisanos eran el colectivo que gestionaba un paisaje libre de incendios, sostenible, biodiverso y productivo. En este contexto, el sentido común y el sentido de futuro estaba siempre presente en las decisiones y la planificación de las repoblaciones y el cuidado de los montes.

Los grandes incendios corresponden históricamente a los parajes en los que la población no se ha sentido arraigada e identificada con el territorio. De ahí el eslogan del ICONA en los 70. "Cuando el bosque se quema algo tuyo se quema" decía. En una oportuna viñeta Perich completó la frase añadiendo la coletilla: "... señor conde". Y es que para llegar a aquel punto de alarma social por la proliferación de incendios, aquella institución ya había usurpado la gestión de los montes a sus tradicionales administradores, los vecinos y paisanos; suplantando los bosques "originales" por monocultivos de explotación industrial ajenos a los intereses locales. Por aquellas mismas fechas, recuerdo, en el pueblo alavés de Múrua las campanas tocaron a fuego y dada la magnitud del incendio, acudieron todos los paisanos que aprovechaban aquellos comunales. También muchos vecinos de los pueblos coterráneos arrimamos el hombro durante largas horas de aquel día y de aquella noche hasta que logramos extinguirlo. Ese sí era un monte de todos. Hoy se diría que la prevención y extinción de incendios es competencia exclusiva de guardas, bomberos, brigadas forestales y destacamentos de la UME, pero cuando el fuego llega a las casas descubrimos con asombro e impotencia que la responsabilidad de lo que ocurre en nuestro paisaje nunca dejará de ser una cuestión de todos y cada uno de los paisanos y ciudadanos, por el simple hecho de estar empadronados en este planeta. Por mucho que miremos hacia otro lado, tarde o temprano el desgobierno de los montes nos afectará de muchos modos distintos.

Una política forestal demencial ha ido fomentado enormes extensiones de monocultivos de pinos y eucaliptos que además de otros graves problemas ecológicos resultan altamente inflamables como hemos podido ver, aunque apenas se hable de ello. La matorralización de los montes y el abandono del medio rural ha generado por otra parte un continuo de helechal, brezal y argomal, y como toda respuesta la Administración prohíbe las quemas, dejando que prolifere la maleza y se pierdan los pastizales. En los últimos años se ha vendido Paraíso Natural y turismo al por mayor; se ha invertido en asfalto, cemento y kilómetros de acera, se han dilapidado enormes sumas de las ayudas europeas y subvenciones para la reconversión de la industria y la minería y apenas se ha dedicado un ínfimo esfuerzo a una política forestal sostenible. Las instituciones municipales, regionales o estatales, demasiadas veces secuestradas por intereses ajenos a las respectivas poblaciones y territorios, han ido gestando desde los respectivos despachos especulaciones, burbujas inmobiliarias y forestales y negocios turbios de toda índole. El expolio de los comunales se ha perpetrado asimismo con nocturnidad y alevosía usurpando los derechos ancestrales a las juntas vecinales y administradores locales?

Y como a río revuelto ganancia de pescadores, es bueno aclarar, al hilo de algunos debates, que lo privado en cuestiones de propiedad de los montes no es sinónimo de mejor gestionado, como tampoco lo es per se lo público. Pero sobre todo, que el fuego no distingue la titularidad de los paisajes, se limita a arder cuando hay combustible. El incendio de Boal arrasó todo lo que encontró a su paso de forma ecuánime e inmisericorde, matorrales y eucaliptales de propios y ajenos, hasta que llegó al mar.

Al margen de la autoría y las extremas condiciones climáticas, es preciso señalar que buena parte de la responsabilidad de estos incendios corresponde a unas administraciones que se muestran incapaces de planificar y administrar los territorios que les fueron confiados. Es necesaria una profunda reconversión que implica cambiar de abajo arriba las prioridades y hasta el modo de pensar.

Las regiones cantábricas tienen unas condiciones óptimas de clima y suelo, para el cultivo de maderas nobles altamente rentables y de un valor ecológico incalculable: robles, fresnos, serbales, nogales y cerezos, castaños? Bosques multifuncionales que proporcionan incontables riquezas, que arden difícilmente, que aumentan la fertilidad de la tierra y que nos ayudan a echar raíces en el paisaje. Iniciativas como el Proyecto Roble que han surgido en las comarcas del Oriente asturiano demuestran que es posible una cooperación vecinal que integre los intereses de ganaderos y ciudadanos o personas sensibilizadas, para la repoblación y creación de paisajes libres de incendios.

Los vecinos de Asturias, al menos en las poblaciones rurales, tenemos un derecho antiguo pero plenamente vigente, recogido incluso por la Junta General del Principado; se trata del derecho de poznera que permite plantar a los vecinos castaños u otros árboles para aprovechamiento de frutos o madera, en terrenos comunales u otros cedidos por sus propietarios. Estos árboles pertenecerán a quien los plantó y pueden legarse en testamento, mientras el suelo permanece con la titularidad original sea comunal o de la persona o entidad que lo cedió a tal efecto. De este modo se plantaron casi todos los castaños y otros muchos árboles de nuestros montes y de este modo podríamos retomar una parte de nuestra responsabilidad, ayudando a mantener espacios productivos, vivos y libres de matorrales. Es un buen modo de plantarse individual o colectivamente y defender la tierra contra los asaltos de los incendios, los especuladores, los monocultivos, el "fracking" y expolios de toda índole. Es hora también de encontrar puntos de acuerdo entre todos los colectivos implicados, que nos permitan enfrentar la situación de un modo creativo y efectivo.

Harán falta muchas otras iniciativas y modelos capaces de restaurar el paisaje. Hará falta resolver la encrucijada en la que se encuentran la ganadería y el manejo de los montes en toda la región. Será necesario abordar de una vez por todas una planificación de los paisajes regionales, pero en todo caso hay que aclarar que el fuego para apagar el fuego es un bucle que nos empobrece a todos. Los fuegos controlados por parte de administraciones y paisanos deberían utilizarse de forma excepcional, dentro de proyectos de restauración de praderas y con una hoja de ruta precisa para evitar que en los mismos lugares sea necesario volver a quemar año tras año para obtener un pasto y un suelo cada vez más exiguos. No hay que olvidar que hasta el agua que bebemos es un patrimonio limitado en cuyos ciclos la vegetación y el suelo son esenciales para garantizar una disponibilidad óptima en cuanto a calidad y cantidad. No hay que olvidar tampoco que la vegetación y el suelo son la primera línea en el frente de lucha contra el cambio climático y nos proporcionan gran parte de los recursos renovables que necesitamos para vivir y sobrevivir y todo esto atañe por igual a los habitantes de los pueblos y de las ciudades y forman parte del legado debido a las futuras generaciones.

Quién sabe hasta dónde y por cuánto tiempo hubiera seguido ardiendo la Cornisa Cantábrica si la lluvia o el cortafuegos del Cantábrico no hubieran detenido el infierno. Han quedado arrasadas miles de hectáreas y se han producido daños irreparables, pero cabe prever que la situación no cambiará mientras se perpetúen las mismas políticas. El cambio climático puede favorecer que situaciones de sequía y fuertes vientos del sur como las vividas se repitan e incluso se agraven en un futuro próximo. Lo que encuentre el fuego en los montes será como ha sido siempre nuestra responsabilidad.

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