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evelio g palacio

El alquimista de las palabras

El corresponsal que sabía ver y convirtió el Occidente en un territorio mágico con sus grandes historias

Milagro en Villaoril. Un paralítico echa a andar. Después de mendigar postrado a la puerta del santuario toda la mañana, una fuerte tormenta le obliga a ponerse en pie y a escapar. Todo el mundo busca cobijo. Cientos de romeros en la fiesta. Paraguas salvadores por aquí, pañoletas improvisadas por allá. Nadie en la desbandada repara en el prodigio. Sólo enfrente, unos metros más allá, el ojo de la cámara de Jorge Jardón apunta, inmortaliza y describe en una crónica antológica una circunstancia sorprendente que pasa desapercibida. Porque llevaba toda la mañana rondando al tullido y barruntando cuento. Porque quizá lo conocía de otros encuentros. Porque intuía que la pantomima no podía durar. Por ese oportuno oportunismo, "meu neno", de las personas de talento, allí estaba: otra historia fantástica del gran contador de historias.

Todos miramos. La mayoría no sabemos ver. Jorge Jardón tenía un don. Descubría lo inadvertido, advertía lo insospechado, iluminaba lo inesperado. Convertía la anécdota en acontecimiento narrativo. Hubo un tiempo en que desde las páginas de LA NUEVA ESPAÑA hizo del Occidente un territorio mágico. Su Macondo. Con textos diarios durante muchos años e inconformismo. No le motivaba escribir de cualquier cosa. Sólo de lo inédito, de lo original, de lo que parecía imposible.

Desde su destartalado cuartel general del destartalado cine Fantasio, con un simple teléfono, era capaz de controlar a cualquiera moviéndose por el Occidente, así pasara de visita por el Museo de Grandas de Salime o parara en el surtidor de Pola de Allande a preguntar.

Con J. J., "meu neno", no cabía el término medio. Ni en la vida ni en el periodismo. Devolvió a la Redacción en autobús a un compañero redactor porque no le agradaban sus picoteos en el campo de operaciones. Con la misma naturalidad entraba en una cocina de una aldea de Castropol a que le contaran la historia romántica de La Searila que contactaba con sus fuentes en la Casa del Rey para saber por dónde andaban las Infantas de campamento en los Oscos. En los lugares clave, Jardón siempre poseía un conocido o una forma insospechada de abrir puertas.

Con Severo Ochoa al volante recorrió a velocidad de vértigo, como le gustaba al Nobel, las brañas del Occidente. Con su amigo Álvaro Delgado, como si estuvieran predestinados qué pocos días separaron sus muertes, pateó la Asturias que el pintor retrataría luego en negro y verde. A algún secretario de estado de Asuntos Religiosos persiguió por la playa de Tapia y un obispo sigue preguntándose hoy cómo pudo enterarse de su nombramiento casi antes que el Espíritu Santo.

Detrás de su pesimismo habitaba un hombre sólo necesitado de aliento. "Dime, meu neno", contestaba siempre al otro lado del aparato. El desdén por la vida y hasta por sí mismo era su manera de reclamar cariño. Quien lograba dar con esa tecla ganaba un amigo para siempre, generoso y complaciente. Religioso, cultísimo, socarrón y memorioso, Jorge Jardón quiso ser otras muchas cosas pero tenía alma de reportero. Encarnó una nueva dimensión del corresponsal de periódico. Dio voz a la Asturias más silenciosa y profunda, hizo del reportaje literatura.

Su minada salud se lo fue llevando poco a poco. Cortándole las alas lentamente, a él, un espíritu libre e independiente por encima de cualquier otra cosa. Reduciendo su radio de acción. Recluyéndole en casa. Luego en una habitación. En una silla de ruedas. En una cama. Reconcentrándole en sí mismo. En sus pensamientos. Era como si tuviera que decir adiós despacio, discretamente, para que pudiéramos apreciar cabalmente lo que perdíamos. Los amigos fieles nunca le abandonaron. La desgana por seguir remando pasó de impostura a deseo convencido. Decidió al final renunciar hasta a la palabra, él, un alquimista de las palabras. Y finalmente se marchó , "meu neno", sin saber la profunda huella que deja.

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