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Los pechos de Marianne

Menos temerosa del frío que de la barbarie, una joven se manifestó en bolas ante la catedral de Colonia con un cartel en el que se leía: "Respetadnos. No somos ningún animal de caza, aunque estemos desnudas". Hacía alusión a los acosadores llegados de la Edad Media que sobaron, vejaron y robaron a cientos de mujeres en la estación de esa ciudad la noche de fin de año.

La imagen nos remite a la joven Marianne, el símbolo de la República que los franceses suelen representar con uno o los dos pechos al aire. Ninguna alegoría mejor para encarnar los principios que tanto irritan a los clérigos del mundo. Y en particular a los que sepultan a las mujeres bajo burkas, hiyabs y toda suerte de velos.

El sexo, al igual que los demás placeres que hacen de la vida algo digno de ser vivido, saca de sus casillas a cierta gente que aterriza en Europa desde las profundidades del Medievo. Un monumental equívoco les lleva a pensar que las mujeres vestidas -o desvestidas- al libre albedrío que les da el diabólico Occidente han de ser, necesariamente, prostitutas. Algunos de esos borrachos de agua bendita actuaron el otro día con las mujeres de Colonia como lo haría un niño al que le abriesen la puerta de una confitería.

Todo esto parte de una confusión anterior que cierto presidente del Gobierno resumió en el lema: "Alianza de civilizaciones". Ignoraba el hombre que civilización, como madre, no hay más que una. Lo otro pueden ser costumbres, ritos más o menos tribales y peculiaridades étnicas y religiosas. Nada que no pueda curarse con un baño de libertad.

Son pocos, sin embargo, los que se aventuran a tratar estos asuntos de por sí resbaladizos en la medida que podrían fomentar -si no se matiza lo suficiente- la xenofobia, el racismo y otros instintos de bajo vuelo. Así es cómo la policía de Estocolmo acaba de reconocer que ocultó las agresiones sexuales cometidas en un festival de música los dos últimos años por la razón confesa de que los delincuentes eran, casi todos, extranjeros.

Solo ese temor explica que los gravísimos sucesos de Colonia tardasen días y días en asomar. Lo malo es que el intento de tapar la realidad acabó por ejercer el efecto contrario, cuando se supo que entre los agresores de la estación figuraban incluso algunos aspirantes a encontrar refugio político en Alemania. La magnitud de los incidentes hizo dar un giro de 180 grados a la política de acogida defendida hasta ahora por Merkel, que empezó a hablar de expulsiones y deportaciones en un lenguaje que los despistados podrían confundir con el de la extremista francesa Marine Le Pen. Es lo que tiene apostar al juego de las siete y media con estas delicadas cuestiones: que o bien los gobernantes no llegan, o bien se pasan.

Un poco tarde, Merkel y sus colegas parecen haber caído en la cuenta de que hay quien quiere sobarle los pechos a Marianne: y con ella a la libertad tan trabajosamente conseguida en Europa. Ahora no saben qué hacer con los energúmenos de mente estrecha y mano larga.

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