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Después de quince años

Las presidencias de Bush y Obama dejan unos EE UU divididos, descontentos y desconcertados

El 20 de enero de 2001, el republicano George W. Bush juró su cargo como presidente de EE UU. Lo hizo tras un escrutinio electoral marcado por el escándalo del interminable recuento de votos de Florida. Una calleja ciega a la que hubo que buscar salida mediante una sentencia del Tribunal Supremo que concedió la Presidencia a un Bush que había perdido en votos frente a su rival demócrata, el vicepresidente saliente Al Gore. Hoy, quince años y dos semanas después de aquella polémica toma de posesión, tras ocho años de mandato de Bush y siete años de presidencia de Barack Obama, el primer inquilino negro de la Casa Blanca, EE UU es un país altamente polarizado. División, descontento y desconcierto son sus signos de identidad.

Dos estruendosos tañidos de campana -el uno bélico, económico el otro- dieron principio y fin a la presidencia de Bush, instrumento de una coalición de intereses neoconservadores marcada por el militarismo y la desregulación a ultranza de la vida económica.

Primero, todavía en 2001, los atentados del 11-S no sólo conmocionaron a un país que nunca había sido atacado en su territorio sino que, tras la transición de los años 90, lo zambulleron en el periodo de tensión geopolítica que sucedió a la Guerra Fría: la Guerra Antiyihadista. Afganistán e Irak fueron las dos primeras vueltas de una espiral de sangre que, 15 años después, goza de una espléndida salud gracias a los aportes del 11-M madrileño, el 7-J londinense, el reciente 13-N parisino o, en el orbe islámico, la oleada desestabilizadora en la que se han resuelto las revueltas árabes de 2011, quintaesenciada en la guerra civil siria.

El ardor bélico al que Bush puso cara de niño pillado en falta se ha saldado con la previsible esterilidad sobre el terreno y con extraordinarios, y también previsibles, beneficios económicos para la coalición de intereses dirigida por el vicepresidente Cheney, el hombre fuerte de aquella administración. Pero también propició, a medida que se degradaba hasta la caricatura la imagen de la Casa Blanca, la división del país y la consolidación de una poderosa corriente reformista que desembocó en el triunfo en 2008 del demócrata Obama. Esa victoria estuvo precedida por el segundo estruendo de campanas: la crisis desencadenada por el estallido de las burbujas inmobiliaria y financiera engrosadas al calor de la desregulación. Aunque la conmoción venía anunciándose desde 2007, la administración Bush la oficializó en septiembre de 2008, menos de dos meses antes de las presidenciales, dejando caer al banco Lehman Brothers.

La llegada de Obama a la Casa Blanca no hizo sino ahondar la división y el descontento. La división, porque lejos de lo pregonado en tantos titulares de aquellos días, una fracción importante de la población blanca estadounidense estaba cualquier cosa menos alegre con la llegada de un negro a la Presidencia. Más aún cuando llegaba con una agenda reformista y reguladora tenida por muchos como una intolerable intromisión del Gobierno federal en sus vidas y con una política exterior pactista calificada de claudicación.

De ahí la eclosión inmediata del Tea Party, cuidadosamente alentado por los "neocon" recién descabalgados, que obligó al "establishment" republicano a girar aún más a la derecha. En cuanto al descontento, hubieran sido suficientes los solos efectos de la crisis para entronizarlo, pero además los seguidores de Obama se sintieron pronto decepcionados con su líder. Habían sobreestimado la firmeza de sus proclamas de campaña tanto como los márgenes de maniobra de un presidente de EE UU que sólo contó con la alianza de las dos cámaras del Congreso durante un año y que nunca ha embridado al todopoderoso Pentágono.

División y descontento, pues, de una sociedad que aunque técnicamente ha salido de la crisis, lo ha hecho por la puerta ya habitual en las últimas décadas: la de un mayor empobrecimiento de las clases medias y una ampliación de la brecha entre los más ricos y los más pobres. Peores trabajos, peor pagados. Un cóctel al que, en tercer lugar, ha de sumarse el desconcierto generado en muchos blancos por las profundas mutaciones que vive la sociedad estadounidense.

Por si fuera poco un presidente negro, el matrimonio homosexual, la legalización de la marihuana en algunos estados, la reforma sanitaria o los intentos de controlar la posesión de armas, encima las minorías se están convirtiendo en la mayoría: los alumbramientos diarios de niños blancos representan menos de la mitad del total y cada vez son más las centralitas telefónicas que piden pulsar el 1 para hablar en inglés y el 2 para hacerlo en español. Un caldo de cultivo ideal para pensar que sólo un magnate blanco y bravucón puede poner las cosas en su sitio.

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