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El espíritu de las leyes

Las reglas de juego

Las normas que rigen el período comprendido entre la celebración de elecciones generales y la investidura

El período comprendido entre la celebración de elecciones generales y la investidura de un candidato a la presidencia del Gobierno no es un tiempo vacío de reglas, ni tampoco un tiempo políticamente muerto. La Constitución, norma suprema siempre, no entra en una suerte de "stand by", ni el proceso político queda reducido a un mero compás de espera. Al contrario: lejos de toda forma de hibernación, la Ley Fundamental rige sin desmayo ni lagunas y el juego político atraviesa uno de sus momentos culminantes. Este artículo pretende aclarar qué reglas son esas y cuál es su significado.

1. Tras el cierre de los colegios electorales el pasado 20 de diciembre de 2015, el Gobierno de Mariano Rajoy se convirtió en un Gobierno cesante. Lo cual no significa en absoluto que desde entonces (y hasta Dios sabe cuándo) España se halle sin Gobierno, quedando la nave del Estado dramáticamente a la deriva. Semejante comparación debe rechazarse tajantemente. Precisamente por imperativo del principio de continuidad estatal la Constitución establece que "el Gobierno cesante continuará en funciones hasta la toma de posesión del nuevo Gobierno". Ciertamente, esta fase de la vida institucional puede ser larga o breve, según la mayor o menor fragmentación del Congreso y la disposición de los partidos presentes en él a la coalición o al pacto de investidura. Pero dure lo que dure, el Gobierno en funciones no es un Leviatán desarmado incapaz de afrontar cualquier contingencia. Sobran, por consiguiente, tanto el interesado alarmismo de quienes propician una determinada combinación de fuerzas cuanto la timorata aprensión de quienes temen cualquier atisbo de inestabilidad.

El Gobierno en funciones ve, desde luego, sus competencias limitadas. ¿Cuáles? Todas aquellas que tengan que ver con la dirección de la política, que es, constitucionalmente, la principal función gubernamental. Debe, pues, según señala, a mi juicio muy matizadamente, la Ley 50/1997, circunscribir su gestión "al despacho ordinario de los asuntos públicos", absteniéndose de adoptar, salvo casos de urgencia o por razones de interés general, cualesquiera otras medidas. Podría, en consecuencia, el Gobierno en funciones dictar un Decreto-ley, declarar los estados de alarma y excepción y solicitar al Congreso la declaración del estado de sitio, así como instar la autorización del Senado para poner en marcha el mecanismo coactivo del artículo 155 contra la Generalidad de Cataluña o, por supuesto, impugnar ante el Tribunal Constitucional las disposiciones y actos de dicha Comunidad Autónoma.

2. Dado que, por definición, el Gobierno en funciones carece de la representatividad que sólo puede conferirle la confianza del Congreso electoralmente renovado, no dispone de la facultad de iniciativa legislativa, incluida la más importante de todas, la iniciativa para presentar el proyecto de ley de Presupuestos Generales del Estado. Del mismo modo, al presidente del Gobierno en funciones le están vedadas las facultades de disolver las cámaras o plantear ante el Congreso la cuestión de confianza. Tampoco cabría que el Congreso adoptase una moción de censura contra el Gobierno. En suma, Gobierno y Congreso se hallan fuera de la conexión circular propia del régimen parlamentario.

Siendo ello así, no se entiende que el Congreso admita, antes de la formación del nuevo Gobierno, proposiciones de ley de los diputados o de los grupos parlamentarios. En el sistema parlamentario español el Gobierno dirige la política también, y aun principalmente, a través de su propia iniciativa legislativa, de manera que las leyes son en un 99% de los casos el fruto de los proyectos legislativos gubernamentales. En ausencia de un Gobierno que goce de la confianza de la Cámara mediante la investidura de su presidente, el Congreso no puede aprobar ley alguna (por ejemplo, suspender la aplicación de la LOMCE, como obsesivamente se pretende) sin caer en el modelo de Convención jacobina. ¿Se olvida deliberadamente que la Constitución consagra la Monarquía parlamentaria -y no un régimen de Asamblea- como "forma política del Estado español" (art. 1.3)? ¿Cómo es posible incurrir en el absurdo de remitir a un Gobierno en funciones las iniciativas legislativas de los diputados para que manifieste su criterio respecto de su toma en consideración, así como su conformidad o no si implicaran aumento de los créditos o disminución de los ingresos presupuestarios? ¿Podrá en tal caso responder el Gobierno de modo distinto a como la haría Harpo Marx, es decir, bebiendo agua sin parar?

De la misma manera, el control parlamentario del Gobierno en funciones debe restringirse al máximo y ceñirse a la obtención de las informaciones indispensables relacionadas con el ejercicio de sus competencias por parte del Gabinete. La razón no es otra que el Gobierno ha dejado de ser responsable ante el Congreso.

En resumidas cuentas, a Gobierno cesante Congreso latente. Para que la Cámara entre en modo de actividad plena ha de producirse necesariamente una votación favorable de la investidura. Por cierto, en estrictos términos constitucionales, el Rey "propone" al Congreso el nombre de un candidato, no le "encarga" a éste la formación de Gobierno. La diferencia es enorme.

3. Por último, la renuncia de Rajoy a pasar en primer lugar por el trámite de la investidura, consciente de la ausencia de apoyos suficientes para franquearlo con éxito, y las serias reticencias de ciertos barones del PSOE a una alianza con Podemos, han sembrado en algunos medios de opinión la inquietud ante un eventual bloqueo institucional derivado de la falta de candidatos. En efecto, de acuerdo con la Constitución (art. 99.5), para que el Rey disuelva las cámaras y convoque unas elecciones que rompan el impasse han de transcurrir dos meses contados a partir de la primera votación de investidura. O sea, si no hay al menos una investidura fracasada tampoco puede haber disolución.

Aunque hoy parece que Pedro Sánchez se muestra dispuesto a someterse, decidida e incondicionalmente, a la ordalía de la investidura, no está de más responder a las propuestas más temerarias que han circulado últimamente advirtiendo que la disolución de las Cortes sólo puede tener lugar en la circunstancia mencionada. Ni el presidente en funciones puede hacer uso de la facultad de disolver, como hemos visto, ni el Rey saltaría por encima de la voluntad expresa y taxativa del artículo 99.5 de la Constitución. Tratar de asimilar al estricto supuesto contemplado constitucionalmente el de la no concurrencia a la investidura de candidato alguno convertiría en ilegítimo el Real Decreto de disolución. Aun si todos los actores políticos fueran favorables a ello, no me cabe duda de que una persona tan prudente como Felipe VI descartaría semejante decisión. Sabe que en un Estado constitucional de Derecho "lex facit regem": es la ley la que hace al rey.

Así, los diputados están obligados a pactar, que es la esencia misma de la política y aquello para lo que se les paga. Ah, y sin olvidar que, según determina el artículo 115.3 de la Constitución, el nuevo presidente del Gobierno no podrá disolver las cámaras antes de que transcurra un año desde la disolución anterior, que tuvo lugar mediante real decreto del 26 de octubre de 2015.

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