Los que utilizan para sus fines la política de manera patrimonial desprenden algo insidiosamente populista y peligroso. No sólo cuando lo hacen para lucrarse de manera ilícita con ella sino también para defenderse de las acusaciones que pesan sobre sus conductas reprobables y delictivas. No es difícil encontrar en los partidos a dirigentes que en determinadas circunstancias hayan incurrido en ese vicio tan extendido entre las élites del poder de nuestro país. Por contra, suele ser habitual que unos acusen a otros de usar el plural mayestático de manera grosera en favor de sus intereses particulares, o de envolverse en la bandera de su pueblo o nación para eludir la responsabilidad que sólo a ellos les atañe. Citar sólo la mitad de los casos me llevaría cincuenta columnas como ésta.

El de Marta Ferrusola, esposa del poco honorable Jordi Pujol, es uno de los más llamativos. Ferrusola es una mujer de carácter, nadie lo pone en duda: con 59 años saltó en paracaídas desde 4.000 metros de altura. Ello le ha impedido, sin embargo, tomar tierra como es debido; en los asuntos relacionados con la política, la familia y los negocios es como si se mantuviera levitando, por encima del bien y del mal.

Josep Ramoneda recordaba en uno de artículos cómo, al alcanzar Maragall la presidencia de la Generalitat, Ferrusola pronunció aquellas palabras, "nos han echado de casa", que ahora renueva con su mensaje exculpatorio en el proceso por corrupción poniendo a Cataluña en el centro de la diana, como si las acusaciones que pesan sobre ella y su familia abarcaran al resto de los catalanes. Ellos, los Pujol, en su concepto patrimonialista, son al parecer Cataluña, pero no se trata más que del sueño de cualquier paracaidista abonado a los privilegios y desvinculado de la realidad.