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Camilo José Cela Conde

Discriminación

Los comentaristas políticos estadounidenses están de enhorabuena. Las próximas elecciones a presidente pondrán en la Casa Blanca o bien a un radical de izquierdas (para lo que allí se estila; Bernie Sanders), un populista de derechas (Donald Trump), un latino (hay dos con posibilidades, Ted Cruz y Marco Rubio) o una mujer (Hillary Clinton). Comparada esa situación con lo que estamos viviendo en España, salta la envidia. No estamos hablando de lo mismo porque en los Estados Unidos el presidente se elige de forma directa -bueno, a través de los votos de los compromisarios de cada Estado federal- mientras que aquí es el Congreso de los Diputados el que tiene la palabra. Quizá ésa sea una de las fuentes de la diferencia y, por otra parte, una justificación suficiente del callejón sin salida en el que estamos metidos.

Pero estábamos en USA, en el primer país del mundo, no se olvide, que tuvo una Constitución digna de ese nombre. La batalla dentro del Partido Demócrata por la candidatura a la presidencia se libra entre Clinton y Sanders y los analistas han apuntado la manera distinta que se tiene de percibir sus formas. Cuando aúllan en los mítines, a Sanders le llaman temperamental; a Clinton, gritona. Y se ha apuntado a un prejuicio sexista la diferencia de calificativos.

Los usos dispares del lenguaje sesgados por el sexo aparecen incluso si no cambiamos de adjetivo. Basta comparar lo que significan "hombre público" y "mujer pública". Pero querer arreglar el problema con voluntarismos como el latiguillo de "los compañeros y las compañeras" o "los ciudadanos y las ciudadanas" que inundan las declaraciones políticas de estos tiempos no sirvan más que para desbaratar las frases y producir vergüenza ajena en el oyente. El problema es mucho más de fondo y se manifiesta en las diferencias que existen en los cargos ocupados por mujeres y hombres en la política, sí, pero también en la universidad y en las empresas. O en el promedio del salario que, para un mismo trabajo, recibe un a mujer frente a sus compañeros masculinos. Y estamos hablando de los países en que se supone que la igualdad de sexos está constitucionalmente garantizada; si nos vamos a aquellos sometidos a leyes religiosas que ponen a la mujer a la altura de los animales de carga, como la ortodoxia judía o el islamismo anclado en la Edad Media, para qué vamos a necesitar ejemplo alguno.

El tratamiento desigual que se da a mujeres y hombres justificaría por sí solo el gritar y bien alto no en los mítines sino en cualquier ocasión, siempre que sean también los hombres los que griten porque las discriminaciones perjudican en realidad al conjunto de la sociedad. No puede existir una convivencia normal cuando aparecen esas formas que a la larga conducen a las innumerables muertes que causan cada año la llamada violencia de género. La cadena es continua. Comencemos por hablar del griterío y la histeria de los candidatos masculinos que igual es ése el primer paso para que llegue la normalidad.

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