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Cuando los coches empezaron a volar

Fábula en torno al inmovilismo y el triunfo de la utopía

Llegó el día en que se popularizó el uso de los coches voladores. Unos ligeros cambios en el motor y en la aerodinámica, junto con la generalización del uso de la hidronina, el revolucionario supercombustible a base de hidrógeno que tan sólo emite un poco de agua pulverizada por el tubo de escape y que cada uno podía fabricar en su casa -como el que se prepara un café-, permitieron el cambio radical en la movilidad y el transporte. En despegue vertical y con velocidades de crucero muy superiores a las de sus antepasados automóviles, los aeromóviles cambiaron definitivamente la forma de viajar y terminaron con la tiranía de los oligopolios energéticos.

Pero el camino no había sido sencillo. El Gobierno había permanecido impasible a la llegada de la innovación, no sólo no la alentó cuando balbuceaba en los garajes de los pioneros, sino que la persiguió en sus inicios y más tarde acabó por prohibirla. Utilizado el profuso y reglamentado aparato administrativo, cristalizado durante la industrialización al servicio del petróleo y sus ramificaciones -alimentación, automoción, construcción, gobernación, administración?-, todo lo diferente estuvo vetado. El Gobierno se aplicó ferozmente con su burocracia tratando de evitar que la gente volase.

Algunos dirigentes políticos calificaron el avance de moda pasajera y otros pidieron endurecer las leyes ambientales ante las molestias que la lluvia fina de los escapes, un ligerísimo orbayu, podía provocar en los ecosistemas, aduciendo que, en algunas zonas, estaba retrasando la floración de la caléndula belmontensis, una florecilla silvestre catalogada que había sobrevivido en la cordillera Cantábrica a la última glaciación. También la conservación oficial de la naturaleza era hija del pensamiento único industrial y la propaganda.

Fiel a sus convicciones, a su arraigo al transporte terrestre y al modelo energético de toda la vida, el Gobierno no encontró razones para modificar sus políticas. Los empleados públicos se aburrían en sus mesas tramitando asuntos que no iban a ninguna parte. Nadie presentaba solicitudes de desbroce de las cunetas, nadie pedía nuevas carreteras. Las patrullas de la Guardia Civil de tráfico no salían de sus cuarteles porque nadie viajaba. Los radares para control de velocidad se oxidaron y tan sólo deportistas de ultratrails y paseantes contra el colesterol usaban ya la profusa red de carreteras del reino.

Sin embargo, apegados al pasado y lo de siempre, los Presupuestos Generales seguían destinando partidas inmensas a la construcción, mantenimiento y desdoblado de calzadas, regasificadoras, refinerías e inventarios de caléndulas. Las empresas constructoras y las energéticas animaban al Gobierno a no desfallecer, financiaban a sus partidos y se encargaban también de acoger en su nómina de directivos a los fieles políticos que tras su brillante paso por el servicio público prolongaban su carrera profesional en las grandes empresas.

No fue fácil la transición del transporte de siempre al nuevo modelo autogestionado. El Gobierno, anclado en el pasado, buscó todos los resortes posibles para evitarlo esgrimiendo el necesario cumplimiento de la ley que consagraba el Estado de derecho. El poder judicial también colaboró activamente a la tarea, creando una fiscalía especial contra el vuelo libre. Y la Guardia Civil, que necesitaba nuevos cometidos, encontró con la creación del Seproco, el servicio de protección de los coches, una nueva tarea persiguiendo a los aeromovilistas y a los fabricantes clandestinos de hidronina.

La fabricación de la hidronina fue declarada ilegal -aduciendo razones ambientales y de seguridad pública- mucho tiempo después de que lo hubieran sido las cabras en el monte, la fabricación casera de orujo en Galicia y de que la autoproducción de energías renovables en las cocinas fuese gravada por el Ministerio de Hacienda, hasta hacerla inviable por la competencia desleal que suponía para las empresas petroleras. En Astorga se obligó al cambio del envasado de las mantecadas porque se sospechaba que sus cajas, revestidas de grafeno, eran reutilizadas en la fabricación del revolucionario combustible.

Por si fuera poco, el descontrol inicial del uso de aeromóviles había provocado numerosos accidentes, que el Gobierno aprovechó como excusa para su ilegalización definitiva. La falta de un código de circulación y de medidas de seguridad para la navegación aérea provocaba choques en el aire que siempre resultaban mortales, salvo que los pasajeros tuvieran un paracaídas, y se usó el miedo de que te cayeran en la cabeza los restos de un naufragio aéreo para amedrentar a los votantes. Los usuarios reclamaban regulación para la nueva circulación, como en su día se había hecho con la circulación rodada. Pero no hubo nada que hacer y el aeromovilismo se prohibió y punto.

Antes de que, finalmente, se generalizase el uso del aeromóvil, apareciesen las carreteras en el aire y el Gobierno petrolero fuese derrocado -como en el siglo XVIII lo había sido la monarquía absolutista en Francia a la que había sucedido el Estado moderno-, estuvimos sumidos en un tiempo largo y absurdo de atonía, resistencias y prohibiciones. Lo viejo no acababa de morir y a lo nuevo no lo dejaban nacer. Finalmente, los inmovilistas fueron desplazados en el Gobierno del reino por los aeromovilistas, se creó un nuevo sistema de transporte celeste bien regulado, la gente aprendió a volar con seguridad y las mantecadas de Astorga volvieron a ser embaladas en las cajas de toda la vida.

El mundo se volvió etéreo. La gente se pasaba el tiempo en las nubes. Los gobiernos organizaban concursos de vuelos acrobáticos y todo siguió su curso hasta que, mucho tiempo después, aparecieron los primeros ensayos de teletransporte, de nuevo en un garaje. El Gobierno tomó cartas en el asunto y encarceló a sus ideólogos, persiguió la fabricación de cabinas de despegue y encargó unos estudios científicos para demostrar que la utopía acortaba la vida.

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