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Algunos cabos sueltos

Como LA NUEVA ESPAÑA publicó generosamente varios artículos con los recuerdos de mis peripecias a raíz de la deportación y trabajos forzados de toda la familia a aquella Rusia soviética, quizás algunos lectores echaron de menos el remate de algún que otro cabo suelto. Se me ocurre que uno de esos vacíos podría recaer en la pregunta siguiente: ¿cómo semejantes deportados podían contar con objetos para vender en los rastros de aquellas poblaciones siberianas? La explicación es bien sencilla. Los efectivos de la KGB, que nos secuestraron en nuestra propia casa, nos ordenaron que nos recogiéramos con todas nuestras pertenencias y tuvimos casi una jornada entera para preparar las maletas y enrollar la ropa de cama. Cuando ya nos llevaban en un camión rumbo a la estación, parecíamos una familia en una pequeña mudanza.

Ya era de noche, la del 14 de junio de 1941. Una despedida inolvidable de la ciudad de Vilno. Primero cruzamos el río, luego el centro de la ciudad, con vista a la colina de las "Tres Cruces", obra escultórica de mi tío, Antoni Wiwulski, arquitecto y artista plástico, cuyo gran grupo escultórico adorna la ciudad de Cracovia. Eran unas vistas muy bonitas, porque los edificios emblemáticos y los monumentos se hallaban iluminados.

Nosotros sabíamos que en la estación se estaban acomodando vagones -originariamente para el transporte de animales-, para llevar personas. Pero, de un lado, bien informados, de otro, ilusos, comentábamos que, ante la perspectiva de una inevitable guerra entre Alemania y Rusia Soviética, los rusos preparaban la evacuación de las familias de sus militares. En efecto, Hitler atacó a la Unión Soviética ocho días más tarde, pero a la Siberia fuimos nosotros y de la guerra nos enteramos por altavoces en la estación de Kirov, que antes de la revolución bolchevique se llamaba Perm y que, tras la caída del imperio comunista, recuperó su antiguo nombre.

En una gran estación de trenes, seguramente Svierdlovsk -antes Ekaterinburgo-, nos cruzamos con un tren que deportaba hacia el interior de Rusia a los campesinos del sur de Polonia, quienes llevaban consigo hasta las vacas.

Eso del cambio de nombres anteriores a la revolución bolchevique por otros que resultaban del gusto de los comunistas también era característico de aquella época. Luego se repusieron los nombres originarios.

No parece de más recordar aquellas migraciones forzadas en estos días en que la guerra en Siria -en la que también participa Rusia- fuerza a las masas humanas a abandonar sus hogares, tampoco de buena gana, algo que es una noticia presente casi un día sí y el otro también entre las que acompañan nuestros desayunos.

Por otro lado, no es necesario evocar lo hermosas que son la paz y la seguridad de los hogares a las que parecemos tener derecho natural todos los humanos, un derecho que aparece consagrado hasta en algunas constituciones, que no vamos a indicar con el dedo.

Lamentablemente, la violación del derecho a una vivienda no sólo es consecuencia de episodios bélicos, sino de cuestiones económicas y desigualdades sociales que dependen directamente de los votantes en los estados democráticos -lo que es incluso peor.

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