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Un gigante transgresor

Rompió con los patrones establecidos y cambió la cultura italiana

Quizás porque los libros han superado la prueba del tiempo, como él mismo dijo, Umberto Eco murió en la noche del viernes en una casa llena de ellos. La misma en la que recibía a entrevistadores llegados de medio mundo, el apartamento milanés de Foro Buonaparte con vistas al Parco Sempione y al Castello Sforzesco, donde el próximo martes recibirá un gran homenaje póstumo. Si hay alguien en esta vida que lo merece es él.

Eco era un gigante: el gran humanista que cambió la cultura italiana y le dio vuelta como a un calcetín. En un microcosmos dominado por idealismos impregnados de escrúpulos católicos y condicionados, a la vez, por la arrogancia de ciertos intelectuales marxistas no resultaba fácil interactuar. En los sesenta, la década de la irreverencia y la reconstrucción de los modelos sagrados, Eco, sin embargo, lo consiguió. Y, además, obtuvo el éxito. Se las arregló para compaginar la filosofía y la cultura de masas, el mundo académico y el cómic. Escribió "Fenomenología di Mike Bongiorno", uno de los primeros ensayos críticos sobre la televisión, y cruzó la frontera para convertirse en el rostro amable del "Gruppo 63", un movimiento literario que se definió neovanguardista para diferenciarse de la vanguardia histórica del "Novecento". En él figuraban Alberto Arbasino, Nanni Ballestrini, Renato Barilli, Giorgio Manganelli y Edoardo Sanguineti, entre muchos más.

Eco, al contrario de otros, jamás se tomó a sí mismo demasiado en serio, ni se consideró nunca el ideólogo que dicta las líneas de vanguardia que se deben y no se deben cruzar. Manejaba con igual precisión la inteligencia y el humor, ello le permitía mantener una visión personal y única de la erudición, alternando los fumetti (tebeos), la escolástica medieval y la burla irresistible de los clásicos de la literatura. Algunos ejemplos son la decantación sarcástica de Nabokov y su ninfa adolescente "Lolita", que él tradujo en "Nonita", deslizando "nona" que en italiano es abuela, o el sorprendente y deamiciano elogio del malvado Franti. Otros, sus inmersiones heterodoxas en asuntos como el antisemitismo, "El cementerio de Praga"; o el periodismo contemporáneo en su última novela "Número Cero". Fue demonizado por los santones de las grandes iglesias ideológicas que nunca entendieron sus mecanismos fundamentales. No le importó: él se dedicaba a romper con los patrones establecidos en los que el dogmatismo imponía tesis y una ausencia absoluta de sentido del humor. Eco, el transgresor, sí lo tenía cuando en "El nombre de la rosa", una novela con la que llegó a vender en el mundo cerca de treinta millones de ejemplares, recordaba cómo los guardianes de la doctrina no se echan atrás ante los crímenes más atroces con tal de mantener a salvo el orden de una biblioteca y con ella el del mundo.

Octogenario, jamás dejó de escribir, de trabajar, y por esa razón hemos seguido sonriendo e interpretando la belleza con él hasta poco menos que el otro día. El pasado 27 de enero el semanario "L'Espresso", con el que últimamente colaboraba de manera quincenal, publicó, creo, su último artículo de "La bustina di Minerva" sobre el pintor romántico autor de "El beso", Francesco Hayez, que para Eco era probablemente, sin él saberlo, un posmoderno por sus acusadas características extrapictóricas, complementarias de la literatura infantil y del teatro.

Con su visión rejuvenecedora de la cultura el gran humanista ayudó a desempolvar ciertos hábitos mentales. La observación sobre la fantasía pseudomedieval que desborda Hayez es un ejemplo. No sé quién va a pasar a partir de ahora la aspiradora de manera tan eficaz.

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