La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Zidane y la candelabritis

De verdad se lo digo: temí por Zidane desde sus inicios como entrenador del Madrid. Demasiados elogios demasiado pronto. La fuerza por la boca, mal asunto. Prudente e intuitivo, Zidane sabe dónde está. Habla lo justo, su economía expresiva contrasta con la adicción a la verborrea que impera en el balompié (y aledaños). Y en fin, en cualquier oficio hay que dejar trabajar a la gente para después evaluar cómo van las cosas. O sea, paciencia, esa joya de virtud. Pero en el fútbol no. Hay pasta y prisas, y camuflaje de mediocridades. Ese ceremonial laico y absorbente y pesadísimo en el que los atletas son aupados a la divinidad primero y puestos a caldo después nos lo podríamos ahorrar con un poco de pedagogía (con lo mucho que los tiempos están dejando en evidencia lo que la buena pedagogía previene y la mala estimula: en fin. Dejemos eso). El fallo del llamado efecto Zidane fue simple; se habló mucho muy pronto. Se le nota al entrenador del Real Madrid que quisiera preguntar a quienes le interpelan por qué no hablan menos; se le nota también que sabe dónde está y asume esos griteríos como parte del trabajo por el que le pagan: hace bien. Hace muchos años que el Barça se neerlandizó -solo dentro del césped, evidentemente-; sus mandatarios sucumbieron a la candelabritis, enfermedad españolísima, y a otros vicios tangenciales. Falta que una persona con talento componga una zarzuela sobre el fichaje de Neymar. Y también, gran paradoja, faltó seny en las alturas: quién lo iba a decir. Pero en el campo de juego fue otro asunto; la escuela holandesa echó raíces, la ética protestante del esfuerzo se hizo ley y el Barça suele bordarlo. En el Real Madrid se prefiere como modelo el ímpetu intermitente de un galeón de Indias que queda a merced de las tempestades y, el pasado domingo, de un buen Málaga. Si dejamos a un lado la intimidad celtibérica y berlanguiana y a veces graciosa que en los últimos tiempos han venido manteniendo gentes del Fútbol Club Barcelona y algunos juzgados cercanos, hay que concluír que el juego del equipo contribuye a consolidar el hecho diferencial. Una forma de jugar vendría a ser el reflejo de una forma de ser. Es cosa simple; hablas con los madridistas que conoces y, a solas contigo, componen el mismo gesto: la sonrisa fruncida y resignada de quien ha visto suficiente fútbol para saber quién va bien y quién no. Ah, la efemérides. La libertad y la democracia se defienden todos los días en la práctica perseverante del respeto a los otros, y sin descuidos, y anteponiendo el bien de todos a la ambición personal. Solo eso. La praxis, una de las bellas artes.

Compartir el artículo

stats