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Gobierno con piloto automático

Para gobernar un país no hay nada mejor que un buen piloto automático. Los Estados, como los aviones, funcionan mayormente por rutinas informáticas y solo en un pequeño porcentaje del vuelo -el despegue, el aterrizaje y alguna otra cosa- se hace necesario el concurso del comandante al mando de la nave. Todo lo demás puede confiarse al principio liberal del laissez faire y el laissez passer.

El aún presidente Mariano Rajoy, que por algo es de derechas, ha llevado al extremo esta regla basada en la menor intervención posible de los tripulantes al mando. Aunque tomase numerosas y nada intrascendentes decisiones que sus adversarios se proponen derogar si llegan al gobierno, ha dejado una engañosa impresión de indolencia, lindante con la holgazanería. Se le reprocha no hacer nada y, al mismo tiempo, haber provocado un franco retroceso en las condiciones de vida del país con sus leyes de educación, reforma laboral y orden público. O una cosa o la otra, dirá no sin motivo el afectado.

Sus propios colegas de partido lamentan estos días la rara quietud, próxima al pasotismo, que Rajoy viene adoptando desde que las elecciones dejaron un jeroglífico imposible de resolver en el Congreso. Pero todo tiene su explicación. El presidente es un señor de Pontevedra que apela a la lógica del número y huye de las improvisaciones como del mismo demonio. Parece natural que deje a otros la búsqueda un tanto arriesgada de soluciones imaginativas con las que cuadrar el círculo de las votaciones.

El propio Rajoy definió su idea del gobierno en términos de administración doméstica que consistiría en aplicar el sentido común, mantener el equilibrio contable y cometer el menor número posible de errores. No es una técnica de mando que desate pasiones entre el electorado: y así lo prueba la baja calificación que el presidente obtiene en las encuestas sobre popularidad de los líderes. Aquí gustan más los gobernantes expeditivos y de buena oratoria que prometen despachar en dos patadas cualquier problema, por complejo que sea. Y si a eso se suma la ola de corrupción que anega los sumideros del Gobierno, no habrá de extrañar el éxito de los partidarios de esta última fórmula de rompe y rasga.

La experiencia de estos dos meses parece dar la razón, no obstante, a quienes defienden las virtudes del piloto automático. El país sigue funcionando más o menos como de costumbre y no hay sensación de caos. Es natural que así ocurra, dado que la política de exteriores y defensa la establece Estados Unidos; y las decisiones sobre economía vienen cocinadas desde Berlín. Reducidos a la módica condición de gobiernos autonómicos, los que mandan aquí, en Lisboa o en Atenas han de limitarse a aplicar el manual de la UE y de la OTAN. Les queda tomar decisiones sobre el tabaco, el matrimonio gay y otros asuntos de costumbres. De ahí que, con gobierno o sin él, funcione tan eficazmente el piloto automático. Aunque algunos sospechen que en realidad se trata de un mando a distancia.

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