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Eduardo Jordá

Cámara oculta

La obsesión por ver lo que hacen los demás en su casa, cuando se supone que nadie los está viendo

La obsesión por meter las narices en la vida privada de los demás nunca ha abandonado al ser humano. Los escribas egipcios, hace cuatro mil años, ya usaban la expresión "mucho en la boca de" para referirse a los chismorreos que lograban meter en los papiros que copiaban. Y nada ha cambiado desde entonces. A casi todos nos fascina saber lo que hacen y lo que dicen nuestros vecinos, aun en el caso de que se trate de tristes discusiones domésticas (y quizá sean esas patéticas discusiones las que más nos fascinan, porque la desdicha ajena siempre procura una sombría fuente de consuelo). La única diferencia con lo que pasaba hace mil años es que ahora hay cientos de medios para espiar a los demás. Y ninguno de nosotros está a salvo, por mucho que crea que nadie lo ve o que está protegido por las cuatro paredes de su intimidad. Porque la intimidad, nos guste o no, ya no existe en nuestra época.

Por la red circulan miles de vídeos de cámaras ocultas que alguien ha colocado en los servicios de los centros comerciales, en habitaciones de hotel, en dormitorios estudiantiles, en las duchas de los gimnasios... Y todo ese material va a algún sitio y es recopilado o archivado por alguien, que quizá se lo queda, o lo vende, o lo analiza buscando figuras públicas a quienes pueda chantajear o a las que simplemente quiera humillar en público. Y al final, ese material acaba circulando por la red, donde recibe cientos de miles de visitas de mirones ociosos que no tienen ninguna otra forma de entretenerse. Edward Snowden, que fue analista de la CIA, reveló que la mayor parte de la actividad de los espías de la Agencia Nacional de Seguridad consistía en mirar vídeos de porno casero. Y lo bueno del caso es que muchos de esos vídeos los habían subido a la red sus propios protagonistas por simple afán de protagonismo, o sea que ni siquiera había hecho falta filmarlos en secreto. Esos vídeos no tenían el más mínimo interés para la seguridad nacional, pero los analistas no podían resistirse a mirarlos una y otra vez. Y no sólo por su contenido sexual, sino porque esos vídeos permitían meterse en la intimidad de otras personas: en sus dormitorios, en sus baños, en sus sótanos, en sus cuartos de la lavandería. Y eso quizá era mucho más afrodisíaco que el sexo en sí mismo. Porque la obsesión por ver lo que hacen los demás en su casa, cuando se supone que nadie los está viendo, está siempre asociada a la obsesión por degradar y humillar y pisotear. Todos los dictadores del mundo han aspirado a ser mirones que lo supieran todo de sus súbditos. Y en todo mirón hay un dictador oculto que quiere humillar y pisotear a los demás. Y ahora, por supuesto, todos nos hemos convertido en pequeños dictadores con derecho a espiar a quien nos dé la gana.

¿Tenemos derecho a saber que la reina Letizia llama "compi yogui" a un personaje bastante turbio de la clase alta madrileña? Por supuesto que sí, pero sólo porque la persona a la que se dirige la reina ha estado metida en episodios muy poco claros. Y sobre todo porque ella es reina, claro, y como tal se ha comportado con una inusitada torpeza. Si uno es rey, o reina, o tiene algún cargo importante, haría muy bien en vivir sin Twitter ni Whatsapp ni siquiera correo electrónico, a no ser que quiera exponerse a que esos correos salgan algún día a la luz. Porque todo ese material no sólo puede pasar a formar parte de un sumario judicial, como ha ocurrido con los whatsapp de la reina, sino que pueden estar almacenados en la nube o pueden caer en manos de hackers y espabilados que busquen hacer negocio con ellos. Y por mucho que uno crea estar a salvo, nadie lo está ya en nuestra época, ni siquiera en el caso de que haya tenido una conducta pública por encima de toda sospecha. Porque todos hemos dicho algo en privado que podría ser considerado improcedente o inadecuado o vergonzoso. Y no hay mensaje privado, si es sincero y está escrito con espontaneidad y humor o confianza, que esté libre de haber dicho algo inconveniente o peligroso. Y nadie puede evitar, si se le somete a un espionaje continuo, que se le pille con el dedo metido en la nariz. O en cualquier otro sitio.

Ahora bien, lo malo de esta obsesión por la transparencia es que nos hace creer con derecho a saberlo todo de todo el mundo, ya sea importante o no, ya tenga trascendencia para nuestra vida o no la tenga en absoluto. Y si empezamos a vivir en un mundo que se va pareciendo mucho a una cámara oculta en unos servicios por los que todos vamos a tener que ir pasando, es imposible que esas virtudes que se supone que deben guiar la vida pública -la decencia, el honor, la generosidad, la honestidad, el respeto- sobrevivan el tiempo suficiente como para que puedan iluminar o guiar a nadie. Un mundo que sea una infecta cámara oculta también va a ser un mundo infecto, un mundo donde nada sirva de nada.

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