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Eduardo Jordá

Nada cambia

En una historia de la Revolución Francesa que leí en París me encontré con una descripción detallada del calendario republicano introducido por Robespierre. El nuevo calendario se había propuesto eliminar toda referencia religiosa. La medición del tiempo debía seguir un orden lógico, frío, matemático, incluso virtuoso (la virtud era la mayor obsesión de Robespierre y debía impregnar todos los órdenes de la vida ciudadana, desde las fiestas cívicas a los calendarios laborales). En vez del ciclo lunar, se eligió el sistema métrico decimal. Y en vez de nombres inspirados en supersticiones religiosas o mitológicas, un poeta, Fabre d´Eglantine, inventó los nombres de los meses inspirándose en los fenómenos naturales de las estaciones: el frío, el viento, el calor del verano, las cosechas. Para los días se buscaron nombres de plantas, animales y herramientas. El resultado fue cuando menos curioso. Uno se podía casar un venturoso níspero de frimario del año III, es decir, el 25 de noviembre de 1795. O bien uno se podía morir el aciago pepino de mesidor del año VII, es decir, el 25 de junio de 1799. Ayer, 19 de marzo de 2016, sería el fresno de germinal del año 225. Un bonito día, sin duda.

El calendario republicano de Robespierre era frío y racional (y virtuoso), pero no coincidía con las ferias y los mercados agrícolas, y peor aún, era muy difícil de calcular. Las semanas tenían diez días. Cuatro años y un día formaban una franciada. Como las semanas tenían diez días, el día de descanso obligatorio pasó de ser un domingo cada siete días a tener lugar cada diez días. Los trabajadores se quejaron porque perdieron muchas horas de descanso. Los escribanos y funcionarios caían en frecuentes errores. En las colonias francesas de ultramar, los meses nevosos y pluviosos coincidían con meses cálidos y secos. Como era de temer, el calendario duró muy poco, pero no por culpa de su escasa utilidad, sino a causa de los avatares políticos. La Revolución, como es bien sabido, fue devorando a sus hijos. El poeta que inventó los hermosos nombres de los meses -brumario, termidor, pluvioso- fue guillotinado por orden de Robespierre, en pleno terror revolucionario, tras ser acusado de participar en una trama corrupta. El mismo Robespierre murió en la guillotina unos meses más tarde, cuando sus antiguos aliados se conjuraron contra él, temerosos de acabar también en la guillotina (eso ocurrió en termidor, y de todo aquello sólo queda un nombre en los menús de los restaurantes anticuados, la langosta termidor). Al final, el calendario sólo estuvo en vigor doce años porque Napoleón lo eliminó en 1805. Los obreros y los trabajadores del campo se alegraron, ya que al menos recuperaron su día de descanso cada siete días. Adiós, nísperos, adiós, brumarios.

En general, en España se conoce muy mal la Revolución Francesa. Para la Iglesia Católica fue siempre tabú y el franquismo hizo todo lo posible por eliminarla de los temarios. Pero las cosas no han mejorado mucho: en los planes de estudio actuales dudo que ocupe algún espacio. Y lo mismo ha ocurrido con la Revolución Rusa, que repitió muchos de los ciclos de la Revolución Francesa, con sus purgas, sus ajustes de cuentas y sus caídas en desgracia de los grandes revolucionarios durante el Gran Terror de Stalin ("el de los bigotes de cucaracha", según le llamaba Osip Mandelstam, que también murió en Siberia por orden del Gran Líder). Y eso explica que mucha gente desconozca la siniestra dinámica interna que domina todos los procesos revolucionarios y todos los movimientos que siguen la inspiración revolucionaria.

Lo que pasa estos días en Podemos, por ejemplo, lo podía haber previsto hace tiempo cualquiera que tuviera un mínimo conocimiento de la Revolución Francesa o de la Revolución Rusa. En toda revolución hay un Danton y un Robespierre, o un Trotski y un Stalin. Los cínicos y los que tienen suerte sobreviven, y los demás van cayendo en desgracia, así que son deportados a Siberia o mueren en la guillotina o de un tiro en la nuca. Y todo lo que empieza con la promesa de un mundo justo, racional y virtuoso, con sus pepinos y sus frimarios (y sus besos en la boca y sus cursis referencias al amor y al cariño obligatorios), acaba en un sucio espectáculo de purgas y condenas y expulsiones. Y lo mismo da que sea en germinal o en marzo, en el año II o en el año 225. Nada cambia, salvo los nombres.

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