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La conferencia

He conocido hace días a una persona excepcional. Me confesó, con su punto de lógico orgullo porque el caso es raro, que no había dado jamás una conferencia. "Ahora las llaman presentaciones, como en inglés por supuesto": "pues ni una presentación ni una conferencia".

Creí estar hablando con un extraterrestre o con alguien con rudimentarios conocimientos de lectura y escritura, pero no era el caso: se trataba de un graduado universitario con una vida profesional digna y fecunda. ¿No ha hablado usted ni siquiera de gastronomía, de la forma de confeccionar las migas extremeñas? De nada, amigo, nunca me he subido a una tribuna a dar la paliza a mis semejantes. Pero -le pregunté- ¿es una promesa que hace por el favor de haber sanado de una enfermedad amenazadora? En absoluto, me contestó, estoy perfectamente sano y aunque agradezco a la divina providencia mi estado de salud jamás la he obtenido a cambio de compromisos más o menos estrambóticos.

Quiere explicarme, insistí, a qué se debe esta actitud suya. ¿Tiene usted dificultades fisiológicas, a la hora de salivar por ejemplo?, ¿enrojecen sus orejas al verse ante oyentes expectantes o proclives a expectorar?, ¿carraspea, tose o esputa en el trance? No lo sé, me contestó con toda lógica, porque jamás lo he experimentado. ¿Y no ha recibido nunca la oferta de dar una conferencia o "presentación" si queremos usar el estulto lenguaje moderno? Muchas, no hay mes en el que mi empresa -soy del ramo de la tecnología avanzada- no me ofrezca la posibilidad de subir a una tarima o la de hacer un viaje que incluye tarima, micrófono y vaso de agua más público previamente apalabrado.

¿Se trata, pues, de una manía? No, querido amigo, me respondió. Se trata de un voto. De la misma manera que hay votos de pobreza, de castidad o de obediencia en el mundo monacal, en el mundo mundano existe el voto de la no conferencia, de quien profesa observar de por vida la honrada costumbre de no molestar al vecino subido a un estrado. Hoy existen partidos políticos con los más insólitos fines, pues bien -continuó mi interlocutor- no existe ninguno que acoja a estas personas beneméritas de las que le estoy hablando. Y, sin embargo, ya somos un montón quienes hemos prometido observar este voto y estamos a punto de constituir la asociación de "no conferenciantes sin fronteras" y así estaremos juntos los que no hemos dado jamás una conferencia. Unidos simplemente por el respeto al prójimo.

¿Y tampoco las daría asistido por diapositivas o transparencias? Eso -se indignó- es la chuleta de los malos estudiantes. Es el truco que usan quienes no se saben su conferencia. Abominable.

¿Y acudir a ellas como conferenciado?, me atreví a inquirir. Tampoco, si no queremos darlas, menos querremos que nos las den. Para nosotros sobran esos avisos del ABC convocando a las decenas de conferencias que se dan en Madrid y aun en provincias todas las tardes. Hay gente que anhela salir en uno de esos anuncios como otros se pirrian por estar en una esquela de un periódico de postín exhibiendo su título nobiliario e incluso piensan que sólo por eso merece la pena morirse.

Se trata -añadió mi singular interlocutor- de poner fin a la gárrula locuacidad, de suprimir, en nuestra forma de comunicarnos, lo superfluo. Esto es lo que nos hemos propuesto para eliminar del mundo una de las formas de tabarra que más desequilibrios causan. Nos lo dejó dicho Juan de Mairena: "Son muy pocos en el mundo los que pueden hablar y menos todavía los que logran hacerse oír".

Y al recordar estas palabras, me miró fijamente con sus ojos de visionario de un futuro risueño que es y me dijo: por cierto, ¿no le gustaría a usted asistir esta tarde a la conferencia que doy en el Ateneo sobre el exterminio de la conferencia?

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