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Reivindicación de la República

La necesidad de despertar la conciencia de la ciudadanía

Son muchos los que en estos tiempos extraños muestran indiferencia ante la cuestión, para mí decisiva, de la forma de Gobierno. No hace mucho, en cierta emisora progresista madrileña, dos jóvenes tertulianos, procedentes de la cosecha del "ciudadanismo transversal", manifestaron que la república en España era algo secundario. Fundamentaban su opinión en el hecho de que había repúblicas mucho peores que la monarquía española. Sin duda no se habían enterado de que hablaban de la monarquía sin mancha de los libros de escuela y los medios controlados. Una vez más estábamos ante una de esas ideas a la deriva que pululan por ahí y que son la prueba evidente de que el veneno del accidentalismo ha penetrado en las generaciones mejor preparadas, pero a las que nadie ha informado de que si el poder procede del pueblo, lo lógico es que se esté por la república. Peccata minuta. Pero aún hay más. Y es que, si no fuesen personas retrepadas en la rutina, sabrían que, cuando se habla de república y monarquía en España, se alude a unas experiencias concretas, ocurridas en un lugar determinado y en un tiempo específico. Respecto a la primera, las experiencias son las de la I y II Repúblicas; el lugar es España y el tiempo, 1873 y 1931. Y lo mismo se puede decir de la monarquía borbónica, una institución en la que todos sus representantes, reyes o regentes (desde Fernando VII a la actualidad) dejaron un rastro de corrupción y desprecio por sus súbditos o ciudadanos. No sólo los esquilmaron, sino que a lo largo de dos siglos los arrastraron a guerras fratricidas o a aventuras coloniales para defender intereses particulares de la oligarquía que los apoyaba. Se trata, pues, de acontecimientos que nada tienen que ver con los producidos en otros lugares del mundo, y que responden a otras circunstancias, a otra cultura y a otras condiciones materiales. Y es que la comparaciones que generalmente son odiosas, a veces también son estúpidas.

Unas palabras de Nicolás Salmerón, pronunciadas en el Congreso de los Diputados el 26 de octubre de 1871 servirán para comprender lo que representó siempre en España el republicanismo: "El partido republicano -dijo- no es meramente un partido político (?) sino que patrocina una tendencia social para servir a la completa emancipación del cuarto estado, y preparar el libre organismo de la igualdad (s.o.) que haya de afirmar para siempre el imperio de la justicia entre los hombres". Sesenta años después, la Constitución de la II República refrendaba este pensamiento en su artículo 1.º: "España es una República democrática de trabajadores de toda clase, que se organiza en régimen de Libertad y de Justicia". Lo contrario de la monarquía, que es el bastión más seguro de la desigualdad y los intereses oligárquicos. Es decir, la república en España es la única institución nacida para defender el progreso social. Sin ella, éste siempre quedará en un segundo o tercer plano.

Que esto se conozca y se difunda no es algo banal. No sólo porque se ha ocultado por intereses espurios, sino porque precisamente fue la comprensión de estas ideas lo que empujó a una parte importante y cualificada del pueblo español a optar por la República. De ahí que no sea la nostalgia lo que me trae el recuerdo, sino que es el espíritu reivindicativo lo que me lleva a resaltar su carácter ejemplar. Porque siempre he tenido la convicción de que el triunfo de las candidaturas republicanas en las principales ciudades en aquel soleado y resplandeciente 14 de abril de 1931 no se debió a la confluencia de los astros; tampoco fue sólo consecuencia del descrédito de la monarquía tras aceptar el rey la dictadura de Primo de Rivera, y, ni mucho menos, el resultado de una conjura internacional. Su advenimiento fue la culminación de un proyecto de recuperación de la soberanía popular y de la opinión pública que se había venido gestando tras años de fracasos y discrepancias del republicanismo y dentro de régimen podrido de la Restauración. Lo que alentó el voto popular, que haría añicos el viejo orden, no fue otra cosa que la conciencia de la propia fuerza política y moral de un republicanismo gestado pacientemente a lo largo de un camino lleno de dificultades, fracasos, luchas, personalismos, divergencias, sufrimientos e incomprensiones. Durante muchos años, la pequeña burguesía republicana, los intelectuales, los sindicatos socialistas y libertarios y los diversos grupos de izquierda fueron construyendo las bases de la emancipación. Sus herramientas fueron los ateneos, clubes, casinos, liceos, círculos, orfeones, centros republicanos, casas del pueblo, periódicos, editoriales, escuelas e instituciones culturales, higiénicas y deportivas. Desde estas tribunas, se aventaban las semillas de ciudadanía en un país de súbditos, tales como la conciencia cívica, la solidaridad, el laicismo, el pensamiento sin cadenas, la tolerancia, el espíritu de asociación y conciliación, la igualdad, la reforma o la revolución social, el universalismo, el carácter papel de la cultura como fundamento de una auténtica democracia y el repudio de la dictadura y la monarquía. De todas estas empresas civilizadoras, la más descollante fue la Institución Libre de Enseñanza. Por eso fue la más denostada. Empeñada en la difusión de una cultura integral, llevaría a cabo sus propósitos por medio de la educación en la familia, por la instrucción en la escuela y por la política en la sociedad, sus promotores estaban convencidos de que las reformas, incluida la social, prevendrían las revoluciones, y armonizarían las relaciones ciudadanas.

Sobre este entramado, a lo largo de más de medio siglo y en un ambiente hostil pues la corrupción y el caciquismo pisoteaban las normas democráticas reconocidas por la Constitución y apartaban de la vida política a los sectores populares, se fue tejiendo una minoría social de raíz pequeño burguesa. Cuando a esta minoría se incorporó los trabajadores, en especial los encuadrados en los partidos obreros, y luego los nacionalismos periféricos, empezó a verse la luz en el horizonte. Luego, el trabajo constante, arduo y con frecuencia poco gratificante, hizo lo demás. Así se logró lo que parecía imposible: una alianza entre grupos diversos que compartían una visión del mundo no tradicional ni estática, sino racional y cambiante, pero siempre en la dirección de la emancipación y el progreso. Fue un largo proceso que culminó en el agrupamiento de los dominados en torno a un ideal, que dio a la calle una voz común capaz de transmitir un programa de regeneración que logró imponerse a la Iglesia, al Ejército, a la burguesía industrial y financiera y a los grandes terratenientes. El viejo bloque oligárquico, que se agrupaba en torno a la monarquía, fue barrido por quienes sin prisa, pero sin pausa, se habían ido apartando de la mera negación para construir una alternativa capaz de sustituir unas formas anquilosadas y autoritarias de gobierno por un tipo de democracia liberal impregnada de profundo sentido social. Es una experiencia que la izquierda no puede olvidar. Los tiempos se han puesto tan difíciles y han cambiado tanto que muchas cosas habrán de empezar de nuevo y el pasado, si bien no debe repetirse, nos señala caminos.

Ya que la revolución, tras casi un siglo perdido, no parece que esté a la vuelta de la esquina, intentemos al menos la regeneración, como lo intentaron los republicanos en 1873 y en 1931 en una sociedad más atrasada, más inculta y más pobre. Hoy tiene que ser más fácil despertar la conciencia de la ciudadanía y la posibilidad del cambio que los burócratas, tecnócratas y cleptócratas al servicio del capital financiero se empeñan en convencernos de que es imposible.

Los instrumentos para llevar a cabo esta regeneración cultural habrán de ser muy variados. Y es la mirada a este pasado republicano, no tan remoto, la que puede servirnos para reconstruir una conciencia política humanista y solidaria y una nueva ética alejada del egoísmo y del individualismo difundidos por el neoliberalismo y el neoconservadurismo destructores de los lazos sociales y la fraternidad republicana. Nos llamarán antiguos, pero las actuales oligarquías, con los medios del siglo XXI, nos están llevando poco a poco al siglo XIX. No les hagamos caso y organicemos nuestra respuesta, que no será ni sencilla ni inmediata. En primer lugar, será necesario revitalizar todos los medios de socialización que estén a nuestro alcance. Muchos de ellos deberán ser renovados, como habrán de ser recuperados derechos casi desaparecidos, como los de manifestación, o usurpados por la oligarquía, como los de opinión. Para ello será necesario utilizar las nuevas tecnologías, más democráticas y accesibles a los rebeldes que los medios tradicionales. Pero, sobre todo, deberá recobrarse el calor humano de las reuniones y la militancia política, un calor hoy degradado, manipulado y al servicio de los grandes acontecimientos deportivos y del falso patriotismo, pero que, en su forma más genuina, y por eso la temen los poderosos y tratan de controlarlo, siempre ha estado en el fervor de las multitudes que laten al unísono como un solo corazón cuando exigen libertad, justicia e igualdad. Porque, esos corazones unidos siempre valdrán más que los numerosos medios de dominación y coerción de los que se ha provisto el Estado. Entre todos ellos no hay ninguno que tenga la fuerza, ni siquiera vaga, del corazón de un ciudadano libre que late junto a otros corazones libres y, menos aún, su poder. Luego, nada debemos temer, la reacción es impotente cuando la conciencia del pueblo ha despertado. Ése es el camino, el camino de la República y el de la igualdad. Una República que, en esta torturada tierra, siempre tuvo "el firme propósito de servir a la emancipación del cuarto estado" (Salmerón).

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