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Maltratar la inocencia

Maltratar a quien es más débil e indefenso constituye un placer morboso que llena de gozo malsano a personas malas, perversas, que no son enfermas mentales, sino simplemente malévolas, malignas, que disfrutan haciendo daño y mal a quienes no pueden hacerles frente ni escapar de su maldad, sino soportar insultos, golpes, torturas y tormentos cada día y cada noche, llorando con desesperación o en un silencio pavoroso, porque no saben hablar aún o su léxico es muy reducido o han perdido el uso de la palabra. Así es que la infancia y la vejez son las víctimas y objetos de deseo macabro de esa especie infrahumana que, en apariencia, no presenta rasgos evidentes y claros de estar integrada por monstruos carnívoros cuya máxima delicia coquinaria es la carne seca y correosa de la senectud y la otra tierna y jugosa de la niñez más niña, y no para zampárselas crudas como ogresas y ogros, sino para martirizarlas de modo bestial y cruento.

Pero no es maltrato solamente rebozarle a la abuela por la cara el pañal recién cambiado que ya está de nuevo mojado o darle un tirón de pelos por no querer comer o chillarle agriamente al abuelo que no sea guarro y tenga más cuidado para que no le caiga la comida en los pantalones o darle a un bebé unos azotes o agitarlo violentamente para asustarlo y lograr que se duerma de una vez y deje de dar la murga con sus lloriqueos o hacerle tragar su vómito a una pequeña de pocos años, obligada a dejar limpio y reluciente el plato de lentejas que no le gustan o que rechaza porque no tiene hambre en ese momento o abusar sexualmente de menores aterrorizándolos con que, si lo cuentan, les sucederá algo peor que la muerte. Y es maltrato también no hablar, no besar, no mimar, no acariciar, no abrazar, no cantar, no jugar, no sonreír, no dar amor. Las madres fieras y padres feroces que se comportan de forma salvaje merecerían ser condenados a vivir en un campo de trabajos forzados sacando patatas con las manos. Y son igual de brutales las hijas e hijos de quienes el círculo de su vida está cerrándose y van regresando a la niñez, caminando en soledad por una senda oscura a través de un mundo desconocido de sombras y se marchan de aquí sin palabras, sin caricias, sin besos, sin abrazos, sin mimos, tras haber sufrido, en cambio, con frecuencia zarandeos violentos, bofetadas, alaridos de reproches y toda clase brusquedades, por lo que sus ojos, que no están apagados sino oscurecidos por la pena, cuentan historias muy tristes, delictivas e indignantes de lágrimas diarias, de injusticia y honda pesadumbre.

Y no valen disculpas y excusas basadas en que la madre haya sido muy egoísta, muy severa y muy mandona o el padre únicamente una sombra que entraba y salía o una tos bronquial de fumador en la noche o unos pelillos de la barba en el lavabo; ni es tampoco perdonable que una madre le guarde rencor a su niño recién nacido, como le ocurrió a la protagonista de una de las inquietantes historias que de niña escuchaba yo en el cuarto de la costura y de la plancha, una especie de gineceo de varias mujeres que me daban durante tres anocheceres semanales literatura del realismo más descarnado, como el relato de Odila, una mujer que odiaba tanto a su rorro que lo coció en el horno, porque estaba segura de que había sido un feto endemoniado que le succionaba la sangre de la matriz y los jugos corporales y, por tanto, el causante de su anemia que, por muy poco, la lleva a la tumba.

La venganza fuera de hora con alguien desmemoriado que ha extraviado sus recuerdos o con aquel al que se le hace cargar con la culpa de una repulsiva fantasía es una ruindad monstruosa. Sin cesar mueren bebés, niñas, niños, viejas y viejos, inocentes que no pueden dañar a nadie, y les quitan la vida la sed, el hambre, la suciedad, el desamparo, el abandono, los golpes, el gélido silencio de la indiferencia y del desamor. La falta de respeto y de afecto a la infancia y a la vejez es un acto de maltrato, una acción sañuda, un crimen abominable. Las personas de todas las edades deshabitadas, vacías de estima, cariño, ternura, alegría se desmoronan y se caen a pedazos como las casas abandonadas.

Pero todo esto es letra muerta, folios mojados, no como los papeles de Panamá, más vivos que llamas crepitantes de madera de olivo, y que tienen por protagonistas a los viejos ricos y a los nuevos, enriquecidos recientemente, y cuyo argumento, claro, es el dinero producido aquí mediante la explotación y la fuerza de trabajo no pagado y llevado allí para evitar los tributos y alcabalas correspondientes a su cantidad. Según una mujer, que guardaba su turno para ser atendida en una pescadería, tendría que bajar un ángel del cielo con un espadón para expulsar a todos esos pendejos, ladrones adueñados de las fortunas de esos paraísos fiscales y dejarlos desnudos para siempre de pies a cabeza y con las partes "pudientes" también al aire, sin tapar ni siquiera por unas hojas de perejil.

Y como curiosidad es pertinente mencionar que la Literatura o las Letras tienen un lugar destacado en ese tejemaneje panameño, pues uno de los empapelados es un escritor peruano premiado con el Nobel y otro, urdidor de la trama, es un abogado y autor de obras infantiles para adolescentes y para adultos jóvenes y seniles, como una recomendable novela de título revelador: "Míster Políticus".

Muy distinta es, sin embargo, la situación de los que ocupan el cimborrio de Podemos que, de momento, merecen un aplauso sonoro, ensordecedor y una corona de laurel por traer aquí millardos y millardos de pasta de Venezuela e Irán, un estado islámico extrañamente generoso con esos ateos. Claro que quienes cuentan eso y llevan las cuentas de sus dineros, denarios y dinares son mentecatos de lengua larga y poco seso que les tienen tirria porque les causan el mismo miedo a lo desconocido de los simples bobalicones a los que les aterra pensar que el sistema cambie, del todo ignorantes de que eso solo puede realizarlo, de abajo arriba, el pueblo soberano organizado en comunas y consejos obreros, sin jefitos ni caudillitos ni mandarinitos ni cesaritos ni arcontitos que siempre terminan vendiéndolo y traicionándolo, de modo que la Revolución es una pasión inútil que no dura más que un verano, aunque muy deseada, sobre todo, por quienes consideran que este sistema es un infierno que los enferma y aflige.

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