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¿El hombre dónde estuvo?

La necesidad de un cambio político en España

La última legislatura y su estrambote han pesado sobre los más débiles como un fardo injusto e insoportable. Así que pensar que Rajoy pueda gobernar de nuevo pone la carne de gallina. En el año 2011, casi 11 millones de ciudadanos, sumidos en la desesperación, el temor y el desconcierto, otorgaron al PP una mayoría de votos. De forma fraudulenta, esta confianza fue utilizada por los conservadores para realizar un ataque devastador, es decir, en clave thatcheriana, a las clases populares. No se equivocan los que piensan que lo ocurrido desde 2008 no ha sido una crisis, sino una estafa. Porque el coste de las medidas aplicadas por el PP, que profundizaban las de Zapatero, recayó sobre los hombros de los trabajadores y de la clase media. En realidad, esta legislatura pasará a la Historia como el período más amargo desde que en los años cuarenta del pasado siglo culminó la ocupación de España por la coalición nacional-católica.

Una ojeada al paisaje que dejan estos años de recuperación capitalista nos indica que, por encima de la falsa noticia de que Supermariano ha vencido la recesión, para la mayoría sólo ha quedado un patrimonio de lágrimas. Millones de personas que miraban tranquilos el mañana se ven ahora amenazados por los cuatro jinetes del moderno Apocalipsis: la sobreexplotación, el paro, la precariedad y la desprotección jurídica. Los desahucios siembran angustia y temor entre los más indefensos; la tiranía patronal y la pobreza son el pan nuestro de cada día. Miles de jóvenes saben que su destino no es otro que la emigración, donde serán tratados, no como huéspedes apetecidos, como nosotros tratamos a los que aquí vienen, sino como intrusos irritantes. En fin, un dolor diseminado ha invadido esta tierra: padres sin hijos y sin nietos, familias rotas, hambre, estudios inacabados, sacrificios estériles, enfermos abandonados o sin medicamentos, discapacitados dejados a su suerte o a la de sus familias, aumento de los accidentes laborales y de los suicidios, pensionistas que tienen que sustituir al Estado en sus obligaciones, pobreza infantil, desprecio por el que no tiene empleo, sueños quebrados como paja seca, amores rotos por la ausencia de futuro. Y mientras todo esto ocurría, los causantes de tanto descalabro, con la ayuda del gobierno, engordaban sus cuentas. Unos, los empresarios, gracias al aumento de la explotación y el lucrativo negocio de corromper políticos; otros, los políticos del PP especialmente, como receptores de euros procedentes del robo del dinero público. Ocupado en salvar a los suyos, políticos o banqueros, y a sí mismo ¿cómo podría sentir Rajoy piedad por los hombres y mujeres que iban y venían por las calles y los campos, entraban y salían de las fábricas, oficinas y comercios, pensaban en el futuro, hacían el amor, engendraban nuevos ciudadanos, se afanaban por prosperar, festejaban sus alegrías y soportaban sus penas? Como observó Neruda ante el tremendo esfuerzo humano oculto en las ruinas de Macchu Picchu: Piedra en la piedra, el hombre dónde estuvo? // Aire en el aire, el hombre, dónde estuvo?// Tiempo en el tiempo, el hombre dónde estuvo?

Si este fue el comportamiento de Rajoy y su partido en lo social y en lo económico, bajo su mando la política se hizo áspera y llena de rencor. A la cabeza del Consejo de Ministros se encaramó un Presidente cuyas ideas no parecían salir de una boca humana, sino de la de un muñeco artificial y mecanizado. Proclive a la vagancia, que es una de las aficiones que más tiempo ocupan, se mostró irresoluto en problemas decisivos, como el territorial, y fueron tales sus recortes que resultaron, más que económicos, mezquinos, en tanto que en lo personal fue árido como un corazón despoblado. Formado en principios antiguos y autoritarios, estaba convencido de que a los españoles hay que tratarlos, o, como a las bestias, a palos; o, como súbditos y cómplices, corrompiéndolos. Orgulloso de su mediocridad basada en la hueca filosofía del sentido común, que tanto agrada a los adocenados y superficiales, despreció al Parlamento. Con un discurso administrativo, elemental, de registrador de la propiedad en excedencia, aunque adornado con términos y refranes corrientes, pero de indudable eficacia comunicativa, embaucó a millones de sus seguidores. En fin, mintió cuanto le vino en gana, dio respuestas majaderas o bizantinas a preguntas sensatas, trató con ironía y desprecio a sus opositores, negó la realidad por decreto, alteró los números a su antojo, colocó a sus amigos en las instituciones clave, en los medios de comunicación, en la judicatura y en los órganos de control; y aprobó leyes favorecedoras de la impunidad. En un alarde de desfachatez, se negó a dar cuenta de sus actos, declinó su responsabilidad como máximo dirigente de una organización plagada de sanguijuelas, y cuando surgió la discrepancia, endureció las leyes represivas hasta límites nunca vistos. Haciendo alarde de soberbia o de cobardía, no es fácil saberlo ante su displicente hermetismo, el responsable de todos estos desaguisados, cuando la opinión pública le exigió explicaciones, se enjauló en un plasma para gorjear mentiras y, cuando la oposición le pidió cuentas, se pitorreó de la soberanía popular. Al igual que un déspota, blandió el decreto ley como arma para acallar la voz de los representantes de la soberanía. El bando de la rapiña, formado por la oligarquía financiero-patronal, el BCE y el FMI, poderes, todos ellos, no elegidos democráticamente, fue su oráculo, al que se unió con complaciente mansedumbre. Cuando hablaba era suya la voz, pero el canto de ellos. Así, de pacotilla y quebradizo, era su patriotismo.

No, Rajoy no puede volver a ser Presidente, porque su paso por el Gobierno fue como un viento de tempestad, que arrastró a los ciudadanos como hojas arrancadas de un árbol hacia caminos desconocidos. Tras cuatro años de mandato y cuatro meses de tiempo irresoluto, lo único que nos deja este Presidente insensible al dolor humano, además de cuatro millones de parados y más rayos de sol meridional, que es lo único que da empleo en esta tierra de María santísima, es una sociedad desengañada, escéptica, llena de cicatrices y desconfiada de sí misma y del país. Por eso, esto tiene que acabar. Otro cuatrienio más con Rajoy al frente del Gobierno produciría daños irreparables en el cuerpo social, no sólo por su política económica sectaria, sino porque su amparo a la corrupción ha drenado la moral ciudadana hasta dejarla en el nivel propio de un Estado fallido. No es fácil confesarlo, pero a algunos nos da vergüenza ser españoles en estas condiciones. Por eso queremos un cambio, aunque sea pequeño. Porque estamos convencidos de que la moral pública es virtud que se infiltra en los pueblos con mucha lentitud y aunque hoy parezca tumultuosa y vaga, si una fuerza compacta, sólida y disciplinada la impulsa, tendrá el futuro a su alcance, pues el poder multiplicará su fuerza.

Los ciudadanos nos merecemos un futuro mejor y mejores gobernantes. Sólo en la izquierda, con su juvenil frescura y fortalecida por la unidad, y en un partido socialista menos sumiso al poder económico, y libre de los demonios del pasado que tanto lo atenazan, está la esperanza en una nueva política. Estamos en un tiempo decisivo y los beneficiados por las políticas antipopulares se resistirán por todos los medios a perder lo que han ganado. Ya han empezado a enredar minimizando la importancia de las próximas elecciones y recurriendo al cansancio y a la inutilidad de los nuevos políticos. Les interesa el desencanto. Es una trampa en la que una ciudadanía consciente no puede caer. Somos los ciudadanos los que decidimos, los que nos equivocamos, los que rectificamos y los que ponemos finalmente a cada uno en su sitio, no los políticos, los economistas, los periodistas, los tertulianos, los politólogos o los banqueros, cuya opinión no es mejor que la de cualquier hechicero que habla a través del trueno o de los dioses, aunque como ciudadanos individuales todos sean respetables. Pese a los vientos huracanados que contra ella se han lanzado, la luz, aunque insuficiente y tan difícilmente encendida en diciembre de 2015, aún parpadea. No debe morir, sino reavivarse con el voto unido de quienes han sufrido más en estos años, porque es esta luz la que nos recuerda el lugar que en la política ocupan los olvidados.

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