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Álvaro Delgado o la invención de un paisaje

Homenaje al que fuera uno de los más ilustres miembros de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando

La Real Academia de Bellas Artes de San Fernando se reunía en sesión solemne, el pasado mes de abril, para rendir homenaje al que fuera uno de sus más ilustres miembros. Se trataba del pintor Álvaro Delgado, que el día 3 de enero nos dejó para siempre, en la soledad de su obra.

Vano intento sería por mi parte tratar de descubrir ahora la formidable dimensión de su persona y su pintura en el arte español contemporáneo. No es que todo esté ya dicho, ni se trata ahora de añadir análisis y elogios a lo que ya se ha escrito y se seguirá escribiendo sobre Álvaro.

En mi triple condición de admirador, amigo y asturiano, sí me gustaría rendirle mi personal recuerdo. Como asturiano particularmente, pues Álvaro, nacido hace 93 años en Antón Martín, en el más castizo entorno del Lavapiés madrileño, era un asturiano de vocación. Tardía, pero entrañable y fiel, y sin duda, por ello, más meritoria. En efecto, ser de aquí porque eres de aquí; ser uno de los nuestros, es importante, pero no tiene mérito. Ser asturiano por elección, por enamoramiento, a golpe de vista y corazón, porque en cierto momento de la vida, como a Álvaro, esta tierra y esta gente se te han entrañado para siempre, es algo que a sus muchos amigos y admiradores asturianos nos causa un especial sentimiento de cordial y no sé si orgullosa emoción. Y es que Álvaro ha hecho mucho más que sentir y amar a Asturias. Le ha entregado una parte de sí mismo. Le ha regalado nada menos que un paisaje. Una nueva mirada. Una invención. Algo que, si ya estaba allí, esperaba ser descubierto -en el genuino sentido de invención- por quien supiera encontrarlo.

Cuando hablamos de un pintor, y en este caso lo hacemos de alguien de calidad excepcional, hemos de señalar que en él la vista no es sólo una mera extensión sensorial del cuerpo. Es, sobre todo, una facultad del entendimiento.

El mundo se presenta ante él como problema, algo que hay que entender. Por eso no le basta mirar. Tiene que ir más allá, más adentro de la epidermis de lo real, en busca siempre de sentido.

En la sesión académica de homenaje a Álvaro a la que me he referido no es extraño que se lo incluyera entre los más grandes del retrato español, sin exceptuar talentos tan distantes entre sí como El Greco, Velázquez, Goya y Vázquez Díaz. El propio Álvaro dedicó a este género su discurso de ingreso. Así lo subrayó también el profesor y académico Lafuente Ferrari, en su contestación. Prueba irrefutable, el espléndido retrato de Haile Selassie, negus y emperador de Abisinia, con el que Álvaro acompañó su toma de posesión.

Del magistral discurso de Álvaro, riguroso estudio sobre el ser y el polémico significado del retrato, recordaré sus propias palabras. El retrato -vino a decir- sólo alcanza su plena justificación si supone un vaciamiento de su protagonista. Cuando un retrato se apodera del alma del personaje, roba la vida de la persona, que queda reducida al exoesqueleto de sí misma. En rigor, proseguía Álvaro, más que de robo habría que hablar de asesinato. Y aducía el maravilloso retrato del Papa Inocencio X, que, asesinado para la historia por Velázquez, se le escapa el alma para supervivirse en el retrato.

Sin duda la extensa colección de retratos de sus coetáneos que nos ha legado supone la más completa galería de personajes de la vida política, social y cultural española de nuestro tiempo. Así, quedarán para siempre, quien sabe si a su pesar, desnudos de toda mundana apariencia. Expresión(ismo) fiel del modo de entender Álvaro el retrato.

En sentido propio, esto ocurre también con la mirada que aplica a la expresión del paisaje. Tal vez no sea esta faceta la que más se destaque en su biografía. Sin embargo, a mi entender, no se apreciaría por completo su obra total sin esta dimensión que le aporta el paisaje (y las cosas y el hombre que lo habitan).

Su paso por las escuelas de Vallecas, Madrid y su estancia en Olmeda, antes de enfrentarse al reto del Occidente asturiano, cobran así pleno sentido. Por lo pronto, nada queda en su sitio de las miradas antecedentes. No se trata de indagar sobre la apariencia. Se trata de la vida.

La Vallecas y el Madrid de la posguerra tienen mucho que contar. Hay penuria, hay tristeza, hay desolación. No hay, en cambio, nada que tenga que ver con las retóricas heredadas. Sobre el entorno suburbial flota la añoranza del campo desertado. Las pobres viviendas se adhieren a las tierras circundantes en un último intento de no perder su identidad.

El viaje posterior a la Olmeda aparece en este contexto como un itinerario espiritual. Un nostálgico retornó a la naturaleza. No nos dejemos engañar. La cruda luz que incendia los rigores castellanos, moderada por la umbría de la arboleda y el frescor de las fuentes, ahuyentan cualquier tentación de pintoresquismo castizo de gentes y animales.

Poco después llegará a Asturias. El choque es brutal. Todo parece diferente. Cualquier representación previa no tiene el menor parecido con la realidad. Es que Asturias ya es un paisaje, otro paisaje, en el imaginario popular: la rotundidad sensual de sus verdes, el contraste de formas y colores que brillan los días soleados entre la bruma dorada, ha sido fijado para siempre por Nicanor Piñole, Evaristo Valle y, en su extensión al Oriente cantábrico, por Darío de Regoyos, el riosellano universal.

Pero el Occidente asturiano es otra cosa. Y es esta otra cosa la que Álvaro va a descubrir, es decir, inventar. ¿Hay color en esta nueva mirada? Claro que hay color. A veces incluso estridente, que subyace, rebelde, al negro de la pizarra que domina la arquitectura popular del entorno. La mar refleja el cielo tenazmente en pugna con un sol vacilante. El color se cuela por los barcos de pesca y los botes varados en minúsculos puertos, en las casetas y sombrillas que pespuntean las playas de oscura arena, en las maderas de corredores y ventanas de las casas de pescadores. O en marineros bodegones virtuales de langostas y rodaballos. Bien digo virtuales, pues son sólo para ver en ellos insólitas apariencias fantasmales.

No por ello se ha olvidado Álvaro de las gentes. Alguno de sus más admirables retratos, consagrados a ilustres asturianos, precisamente, se enmarcan en este periodo. Me atrevería a citar en este sentido -de manera no muy ortodoxa, por cierto- alguna de las raras incursiones de Álvaro Delgado en el arte sacro. Y me apresuro a añadir que no por escasas menos excelentes. Si así se me permite decirlo, en esta modalidad de retrato, o con mejor precisión de la figura humana, mantiene Álvaro absoluta fidelidad a su concepto del retrato como desafío. Bastaría mencionar dos ejemplos: el humanísimo apostolado que a la manera de El Greco transfiguró a los doce pescadores que le sirvieron de modelo para los discípulos de Jesús. Y, como prueba suprema, el Cristo Crucificado que pintó, en el que fuera antiguo albergue nacional del SEU de Navia. Un Cristo despojado, como el de Ruolt, de toda su divinidad para dejarlo en todo su humano desamparo del Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Un Cristo en el que, deliberadamente o no, Álvaro reitera el trágico gesto de los brazos alzados del hombre que, con su blanca camisa, centra la escena de Los fusilamientos de la Moncloa, de Goya, que años atrás Álvaro había revisitado.

De vuelta al paisaje del Occidente asturiano, que es en definitiva nuestro tema, encontramos un Álvaro en plena madurez expresiva y permanente interacción con el medio. Este le transforma, sí, pero él lo recrea, hasta el punto de mimetizarse y mimetizarlo. Ha desaparecido de su telas toda referente, por remota que fuese, al pintoresquismo tradicional. Formas y colores se han ido paulatinamente desmaterializando en una armónica fusión que va diluyendo su peculiar figuración expresionista en novedosa abstracción formal. Esto, lo sé, es una paradoja, pero no se me ocurre mejor manera de explicarlo. La pasión indagadora de Álvaro siempre ha ido más allá de su pintura. Siempre más allá de su mirada inquisitiva. En cierto sentido diría que, al inventar un paisaje, este paisaje que ahora vemos con nueva mirada, se ha inventado a sí mismo para dárnoslo a los demás. Gracias a Álvaro tenemos conciencia de su realidad. Estaba allí. Sólo esperaba ser descubierta, o sea se inventada. Una realidad que sólo él podía descubrir. Otra Asturias y otro Álvaro que esperan ahora que sea Asturias la que les descubra.

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