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El sacerdocio de la belleza

Miguel Zugaza Miranda es el director del Museo Nacional del Prado. Para él, según unas declaraciones publicadas hace una semana en LA NUEVA ESPAÑA, la esencia, el secreto de ese extraordinario ente cultural consiste en que "es muy intenso y son los artistas los que llevan las riendas de la institución y no los historiadores del arte", que son quienes lo disponen todo en la National Gallery de Londres, por ejemplo. La pinacoteca madrileña "es una forma de celebrar el arte con una intensidad que pocos museos tienen".

Por otra parte, la labor de conservación material e intelectual de los fondos de la colección no se ha reducido a causa de la crisis económica, a pesar de que la financiación por parte de la Administración estatal haya descendido en un cincuenta por ciento. El Museo ha podido equilibrar esa pérdida notable con la búsqueda de otras fuentes de sostenimiento, y, en ciertos períodos de especial dificultad para el erario público, logró autofinanciarse en un setenta por ciento. Lo que ya tiene mérito, pues se está hablando de un presupuesto anual de cuarenta y dos millones de euros. A la ciudadanía, con todo, no le cabe en la cabeza que una entidad de la envergadura y de la representatividad del Prado tenga que mendigar, pedir dinero a empresas, patrocinadores y mecenas, porque el Estado sólo corre con una parte de los gastos.

El actual director del Prado atribuye su permanencia en ese cargo, durante catorce años, a la estabilidad institucional de la que ha gozado el Museo gracias al pacto parlamentario firmado en 1995 para su modernización y al excelente nivel de profesionalidad mantenido en todas las instancias concernientes. Arrestos no le faltan y ya ha anunciado que, en 2019, con la habilitación del Museo del Ejército, culminará la obra del Campus del Museo del Prado, iniciada en 2007 con la incorporación del claustro de los Jerónimos.

Al recordar las vivencias que los años de trabajo en el Museo le han deparado, Miguel Zugaza confiesa que lo que más le ha impresionado es ver a visitantes rezar ante el Cristo de Velázquez. "La gente sigue encontrando en ciertas imágenes respuestas espirituales y religiosas". Es el Crucificado de San Plácido, al que Miguel de Unamuno dedicó unos memorables versos y al que la piedad popular ha asociado al dolor por la pérdida de los seres queridos. Muchos lectores conservarán aún en algún cajón aquel recordatorio de difuntos que en un tiempo se estilaba, con la imagen de ese Santo Cristo, la oración "Miradme", la fecha del fallecimiento del familiar, amigo o conocido, y el texto atribuido a san Agustín sobre la lágrima evaporada, la flor marchita y la oración dirigida a Dios.

El Prado es, en verdad, un cuerpo con alma, un reservorio de vida, un biotopo para las creencias compartidas. Un santuario. Y eso es lo que parece la sala que, en el Museo, en el cubo de Moneo, aloja actualmente la exposición temporal de Georges de la Tour (1593-1652). Es como el "debir" del templo de Jerusalén: el lugar oscuro en el que moraba la Shejiná, la Presencia de Dios. Sólo que levemente iluminado por la flama de unas velas que, en los cuadros, alumbran con una luz, diríase que metafísica, la soledad en la que se hallan recogidos y abstraídos los silenciosos personajes. Gabriel Albiac, profesor de Filosofía y ensayista, ha escrito acerca de esta exposición: "La pintura de La Tour es el acto teológico mediante el cual dar presencia a la paradoja del oscuro estar del Dios de luz en el sombrío espejo suyo que es la criatura humana. Y esos cuadros dan a la gran teología negativa del siglo XVII su monumento más alto, conceptualmente más alto".

No hace mucho, Albiac se autodefinía así: "No soy creyente. En nada. Soy, sí, cultural y estéticamente católico. Un ateo católico, en rigor. Esto es, un hombre de esa modernidad barroca que nace en Trento y sabe que el poder es liturgia escénica". La visita al Prado, a la maravillosa muestra del pintor nacido en Vic-sur-Seille, ha producido una conmoción interior en el no creyente, un efecto pacificador, el mismo que experimentó André Malraux ante la obra de La Tour: "Es el único intérprete de la parte serena de las tinieblas".

Ya lo había advertido Miguel Zugaza: "La gente sigue encontrando en ciertas imágenes respuestas espirituales y religiosas". Y, a veces, el afán por destruirlas se corresponde con un deseo fuerte de acallar contundentemente el clamor del que se hacen eco, irreductible, reiterativo y provocador. El responsable de un museo sabe que no regenta una iglesia, pero ha de ser consciente de lo importante que ha sido la fe religiosa para el arte y cómo este ha devenido un medio trascendental para el encuentro con Dios. "Via pulchritudinis", le llaman. El camino de la belleza.

Todo ello confiere al curator una especie de función sacerdotal. Hace unos años, Dominique Ponnau, director de la Escuela del Louvre, escribió un libro que llevaba por título "La Beauté pour sacerdoce" (La Belleza por sacerdocio). En efecto, a los conservadores del patrimonio compete una suerte de sacerdocio, ordenado a la preservación, cultivo y exaltación de las variadas e inagotables formas de expresión artística, de sus múltiples reverberaciones, en las que se vierte hacia fuera la insondable profundidad del ser humano, creado a imagen y semejanza de Aquel que es Belleza infinita.

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