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Cien líneas

Gesto

A mí la propuesta de los templos sidreros me parece cargada de significados. Es la contrafigura del museo de las reliquias que querían hacer -quizá sigan en el empeño- apuntando subliminalmente a la venta de millones de cajas de sidra a turistas mimetizados de peregrinos. Ahora que cobran por entrar en la Catedral de Oviedo la sana competencia empuja a redenominar los espacios de la sidra: templos, compañeru, que Jesucristo no cogería el látigo para echar a los mercaderes de licor de manzana de los lagares.

Sobre el fondo del asunto lo importante es escanciar como toda la vida. Quien no lo haga así no tendrá el sello de calidad. Mejor sería hablar de identificación: la calidad está por ver. Los vascos nos comen el terreno y por esos mundos de dios, lo mismo. Hay que llenar de señales nuestro caldo.

La sidra asturiana no se hace necesariamente con manzana asturiana así que nos queda el garbo, brazo en alto, mirada al frente, el vaso bien abajo y seis culinos por botella.

La sidra ha salido de la ruralidad entre otras cosas porque el paisanaje se esfuma en esas coordenadas y su ingreso en las ciudades -siempre estuvo- la ha sobredimensionado para bien. Ahí está entronizada en el corazón de Oviedo, contigua a los palacios reales, bendito fluido capital.

Como todo lo que tiene buenas raíces y es auténtico la modernidad le sienta muy bien a la sidra.

La calidad no se certifica, se demuestra. Y los templos no los hacen los arquitectos sino los fieles rezando. El gesto es la clave: nadie tan grandón y gallasperu como un asturianu sidreru.

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