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Catedrático de Prehistoria de la Universidad de Oviedo

Ya no podrá ser

El universo de Nacho Ruiz de la Peña, intelectual riguroso, amigo querido y gran aficionado al ciclismo

El ambiente era casi doméstico en la habitación. A la vista, entre los libros desparramados había novelas, estudios sobre la Edad Media, otros sobre aspectos poco conocidos de la segunda guerra mundial, una pasión como la de muchos de sus contemporáneos, y algún periódico ojeado. El residente provisional conservaba el humor, contaba chistes, algo habitual en él, a los amigos que le visitábamos. Aquella estancia clínica no debería ser más que otro fatigoso y aburrido episodio, de noches de mal sueño y agobio respiratorio. Hacía años que una afección pulmonar le sometía a esas permanencias en el sanatorio. Esta vez, instalado largos ratos en la ventana, el avance de la primavera llenaba la vista con un fondo de clorofila por el arbolado que, silente, extingue sin tregua los prados, mudando el paisaje que tanto amaba.

Por suerte, para hacer llevaderas las tardes ya largas, era el tiempo de la clásicas ciclistas de Las Ardenas, con una Flecha Valona cobrada por un murciano incombustible, y una Lieja-Bastogne-Lieja en la que el ovetense Samu, en un espléndido declive, estuvo a punto de dar la campanada. Y después, otro regalo, el Tour de Romandía; estímulos para hacer soportable el tedio del encierro cuando el carácter, la costumbre de toda una vida y la imaginación reclamaban excursiones por rincones asturianos siempre queridos y, como imperiosa necesidad, las conversaciones que extraían retazos de marchas juveniles con mochilas y tienda de campaña al hombro, admirando la magnitud y misterio de las foces de los Picos, o el silencio solemne de las altas llanadas del Occidente astur.

Anécdota tras anécdota, se enhebraban por una memoria excepcional capaz de recordar viejos caminos, los nombres de todos los compañeros de andanzas, los topónimos de brañas y collados. Claro que el universo de Nacho Ruiz de la Peña no se reducía esos horizontes, el medievalista prestigiado, el historiador de raza, tenía mucho de qué hablar; mucho que enseñar, y lo hacía siempre, como por casualidad, a propósito de cualquier hecho o lugar. Solo un espíritu mezquino cuestionaría su calidad de intelectual riguroso y libre, su puesto de honor entre los estudiosos asturianos de los últimos lustros.

Pero no es su personalidad académica, con miles de páginas publicadas que nos deja como herencia irrenunciable, la que ahora nos conmueve, sino la del amigo firme en su afecto, la del hombre de fuerte temperamento, templado por la ternura; quizá la de quien, angustiado por la enfermedad, conjura los temores con proyectos que sueña realizables.

Sí, a finales de agosto, llegará a Asturias la ronda española y, aunque aún vagos, ya iba perfilando los objetivos; desde luego, entre otros, alguna curva labrada en una cuesta implacable donde oír el crujido de las cadenas y el jadeo de los corredores cuando el pelotón se trocea en un desfile de supervivientes.

Pero el viernes pasado sucedió lo que no debería de haber ocurrido. El dióxido de carbono se iba imponiendo, asfixiante, al oxígeno, y el invisible duelo de gases cortaba confidencias, planes y sonrisas. Poco a poco se imponían el silencio y la cruel distancia del amigo.

Ya no podrá ser. Ya no habrá más días para contemplar el baile de los celajes de niebla escarchando las revueltas de Leitariegos, esa fusión del cielo con la tierra sobre la que escribió Nacho al recordar el trasiego de los arrieros de coleto y las asperezas viarias del medioevo. Ya no podrá ser. Ya jamás nos sentaremos juntos en un pretil con lluvia, viento o sol para animar a los ciclistas, seres de nuestras ensoñaciones infantiles mantenidas cuidadosamente toda una vida. O tal vez sí lo hagamos para no olvidar al amigo entrañable, reviviéndolo con su exaltación en tales días, una vez superada la angustia y la rabia de hoy, el dolor ante el hecho increíble de que un 10 de mayo, cuando el Giro iniciaba su andadura italiana, decidiera Nacho, con un último guiño de complicidad, caminar hacia el infinito.

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