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Mezclilla

Carmen Gómez Ojea

Ochenta primaveras

La amistad entre Lorca y José Antonio y otras historias de la guerra

Hace ochenta años Federico García Lorca y José Antonio Primo de Rivera vivieron su última primavera y no volvieron jamás a reír juntos en la risueña estación de las flores, en la que habían empezado a tratarse como amigos, amantes, qué más da, pues lo sustancial es que hacía tiempo que se gustaban, simpatizaban, se miraban con ojos tiernos en "La Ballena Alegre", donde cada uno tenía su tertulia y se comunicaban mediante mensajeros que hacían de celestinos y de correveidiles, en un juego y trasiego constante de notitas. Su relación sentimental, carnal, amorosa o de amistad comenzó porque el jefe de falange amaba la poesía y el escritor andaluz la hacía; otro de los lazos que los unió fue el azul de la camisa de los falangistas y del mono de trabajo de ese color que usaban los actores de "La Barraca", el teatro ambulante que iba por los pueblos, dándole a la gente esa literatura viva que cuenta historias lorquianas que los espectadores reconocían como suyas y les hacían llorar y sufrir o sonreír y emocionarse hasta la catarsis. Pero ninguno de los dos pudo llegar a leer la revista llamada "El mono azul" editada por intelectuales antifascistas, porque a Lorca lo asesinaron unos días antes de que saliera el primer número y José Antonio estaba entonces preso en Alicante. Al primero sin duda le gustaría mucho esa publicación y a su amigo le interesaría su contenido, pues a veces dudaba de que el fascio tuviera porvenir en España.

Y por fin los enamorados se estrecharon las manos, se vieron las caras de cerca, se tocaron y abrazaron y confirmaron que se amaban porque eran unos solitarios que, de pronto, se sintieron compañeros, camaradas que derramaban lágrimas por lo mismo y que también a los dos lo mismo les provocaba risa. Es muy probable que Lorca se escandalizara oyendo a su amigo proclamar con calor que había que acabar con el capitalismo que sumía a la clase trabajadora en un infierno de carencias de todas clases y darles la plusvalía a los obreros, y obligar a los terratenientes a repartir las tierras entre los campesinos que las trabajaban. Pero el amor que se tenían era oscuro como el taxi de las cortinas de las ventanillas echadas que los llevaba algunos viernes a cenar juntos; oscuro como los sonetos del poeta, un amor que ambos sabían maldito, prohibido, condenado, intolerable para la izquierda que consideraba a Lorca uno de los suyos y se sentía propietaria de su obra, sin hacerle ascos a la "Oda al Santísimo Sacramento"; y un amor también indignante en el entorno del jefe de la Falange. Así que lo vivieron clandestinamente, como si estuvieran cometiendo un crimen horrendo, una acción delictiva y repugnante, durante los días que duró hasta que debieron separarse, pues José Antonio fue llevado en junio del año 36 a la cárcel alicantina, donde, dos meses después, ya comenzada la guerra que despedazó a España, se enteró sobrecogido del fusilamiento de su carillo, llevado a cabo por falangistas en Granada. Y un trimestre más tarde del asesinato de Lorca, en noviembre, él, su amigo bienamado, también fue fusilado de una forma ignominiosa, lenta, sádica y torturante, hasta que un anarquista puso fin a la macabrada dándole un tiro de gracia. José Antonio y muchos de sus camaradas admiraban a Durruti, que tenía un hermano falangista, y parece ser que la frase joseantoniana de "no hay más dialéctica que la de los puños y las pistolas" la tomó de un anarquista de la FAI, lo que es muy posible, porque también hizo negra y roja su bandera, como la enseña de la CNT. El anarquismo lo fascinaba. Era un fascista prendado de la anarquía. Con él se acabó la Falange de "los camisas viejas" que él fundara, la de Hedilla, Dionisio Ridruejo o Julián Ayesta, que fueron perseguidos y represaliados, acusados de antifranquistas, ya que no aceptaban la de "los camisas nuevas, retocada y desfigurada por el "caudillo" F.F. y que nada tenía en común con la de José Antonio. Muchas historias de amor tormentosas similares a esta se vivieron en aquellos días convulsos, agitados y crueles en la España de la preguerra y de la guerra. Una de ellas es la de una joven burguesa gallega de quince años, perteneciente a una familia afincada en Madrid de la clase más alta que media y enamorada de su profesor de piano, un treintañero muy guapo, burlón, divertido, pero al mismo tiempo reservado, como si escondiera un secreto. Ella era desenfadada y sin pelos en la lengua y un día le dijo, al terminar la clase, que lo normal era que los hombres se declarasen a las mujeres, pero que, como era anormal, le confesaba que lo amaba y que si él, según le había dicho en una ocasión, no era partidario del matrimonio en la iglesia ni con papeleos, sino del amor totalmente libre, se colgaría de su brazo y se marcharía a vivir donde fuera en su compañía, le daba igual en una cueva que en una chabola. Él se rió y la llamó novelera, pero ella le replicó, ofendida, que aquello no tenía nada de gracioso y que le había hablado muy en serio.

Él la abrazó y se besaron, pero ella tuvo la irritante sensación de que la trataba como a una niña caprichosa a la que se intenta convencer con arrumacos de que su deseo es inalcanzable. Sin embargo, no se dio por vencida y, con su terquedad, consiguió que le prometiera que, cuando cumpliera diecisiete años, vivirían juntos, aunque a él le preocupaba lo que les diría entonces a sus padres, pero ella le repuso que les dejaría una nota explicándoles que se había ido con el hombre de su vida para no morirse de amor lejos de él. Unos días después el profesor no acudió a clase. Lo esperó ansiosa, mordisqueándose las uñas y yendo sin parar al balcón, a otear la calle para verlo aparecer. Pero la que llegó fue la portera con una carta que le había dado una joven, pidiéndole que se la entregara en mano. Corrió a encerrarse en su habitación y rasgó salvajemente el sobre. Querida Melisa, esta misiva que te envío por la mediación de mi hermana es para decirte adiós para siempre. Pronto sabrás por qué es imposible que sigas siendo mi alumna y yo tu profesor. Siempre te recordaré con cariño y ternura. Tú sin duda me olvidarás. O quizás a veces pienses en mí cuando toques "la cumparsita" que te gusta tanto como a mí me disgusta. Ten por seguro que, si los días que vivimos fueran otros, te raptaría con tu permiso y gusto, pero ahora tengo compromisos ineludibles y otros amores y deberes. Te amo. Eso es cierto. Créelo. J. Al día siguiente la despertaron los gritos de su madre y de su padre y de la cocinera y las otras muchachas del servicio, porque en la primera página del periódico venía una foto de Jaime, el profesor de piano, por haber asaltado a tiros un banco. Había sido detenido y, aunque no había despegado los labios durante el interrogatorio, se daba por seguro que pertenecía a la organización semiclandestina anarquista de la FAI. Su padre la abrazó diciéndole que no quería pensar en lo que podría haberle hecho aquel maldito pistolero terrorista. Ella le chilló que lo amaba, que lo quería más que a su vida, más que a nadie y que había sido él quien la había convencido para que no se fuera a vivir en su casa, aunque se lo había suplicado de rodillas. Pero lo haría un día. Lo haría por encima de todo y de todos. El padre se quitó el cinturón y la golpeó con la correa con toda rabia y brutalidad, en la cara, en la cabeza, mientras ella se reía y reía, a la vez que se embadurnaba la cara con la sangre de sus mejillas. Después el padre llamó a madame Ponthieu, la institutriz, una viuda picarda de aspecto monjil, y le comunicó que quedaba despedida por su negligencia en cuanto a no haber estar al tanto de lo que ocurría en la clase de música; pero madame no se inmutó, porque sabía que aquello era una bravuconada de aquel desquiciado, y entre ella y la madre, despavorida, se llevaron a Melisa, a darle una ducha de agua fría. Aquella noche se tiró al patio de luces con un cartel colgando del cuello, donde unas letras mayúsculas decían: TE ESPERO EN EL CIELO. QUIENES AMAN COMO YO A TI NO VAN AL INFIERNO.

Hay muchísimas historias desdichadas como esta de Melisa y el profesor de piano faísta, acaecidas durante la guerra de España, tantas que, con ellas, podrían llenarse cien bibliotecas vaticanas.

Pasan y pasan los años y los siglos y no hay nada nuevo bajo la luna y el sol, pues lo mismo sucede y se repite incesantemente de manera distinta hasta el fin de los tiempos.

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