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Un cuento del palacio

Recuerdos de infancia en torno a "Villa Magdalena", luego expropiado con alto coste para los ovetenses

El palacio de "Villa Magdalena" representó, para los chavales que vivíamos en sus aledaños, el vivo retrato de aquel otro muy lejano en el que los zares templaban el culo al calor de las suntuosas chimeneas: el Palacio de Invierno. Y como a los zares nos los pintaban tiranos, crueles con sus siervos y arruinaban al pueblo a base de corrupción e impuestos, entonces los rapaces que íbamos para rojos esperábamos que un rojo día "el pueblo unido jamás será vencido" tomase el Palacio de Invierno. Recuerdo que salíamos del cine Roxy, sito en el corazón del pueblo llano, de ver una de Robín Hood o de Ivanhoe, y al pasar por los límites del palacio de "Villa Magdalena", metíamos la cabeza entre los barrotes de la puerta de entrada. Con envidia y resentimiento proletarios contemplábamos las esculturas paganas, su jardín floripondio y un mirador en una de sus esquinas a la que le asignábamos el papel de torre vigía. Como no había vigía, nuestra primera agresión al capitalismo consistió en tirar chinas con los gomeros a ver quién acertaba a la hoja de parra que cubría la pirulina del fauno de piedra que tocaba la flauta sobre un gigantesco florero.

El tiempo fue pasando. Nos hicimos paisanos. Y el palacio ahí seguía, infranqueable, sin perrito que le ladre. Hasta que un buen día, un alcalde del pueblo se arrancó: ¡Tomaremos el Palacio! Pero, en vez de hacerlo al modo de la Revolución Rusa -el procedimiento había caído en desuso-, utilizó la vía administrativa. Una expropiación forzosa. Que en este caso fue lo mismo que vender el alma al diablo.

"A vaquiña polo que vale", exigieron los astutos expropiados. Y ahí empezó el baile: ¿cuánto vale la vaquiña? Y el proceso: tasación, recurso, retasación, sentencia desfavorable al Ayuntamiento y los ciudadanos a poner el huevo. Ciclos que van repitiéndose cada quinquenio, y el precio de la vaquiña es hoy el del vellocino de oro. El palacio de "Villa Magdalena", dice el señor alcalde, que nos saldrá a cada familia por unos 1.200 euros.

Y suma y sigue. Aquí no pasa nada. Cuando nos la meten doblada los que gobiernan, y de paso nos arruinan otra vuelta de tuerca, sacan a colación la estrategia de la cortina: se ponen a caer de un burro, salen en las fotos mirándose con odio eterno y no llegan a las manos de milagro. Todo menos intentar resolver el problema de una vez por todas. Se piden las consiguientes dimisiones, los truhanes rentabilizan políticamente el fracaso. Que no falten comisiones de investigación (¡ay, que risa, tía Felisa!), también castigos ejemplares, pero ni dios tira la primera piedra. No sea que le rebote. Estipulado está que el rifirrafe no duré más de 15 días. Y los 1.200 euros de nuestros bolsillos se van por el sumidero de la mierda a los bolsillos de los ganadores de siempre.

El cuento del palacio termina, de momento, con 1.200 euros menos en los ya anémicos bolsillos de nuestras familias, a lo que habrá que sumar la aportación, vía impuestos, del descalabro administrativo y enriquecimiento de los mediocres.

¿Y ellos no ponen un duro? Soltemos lo del paréntesis: ¡ay que risa, tía Felisa!

¿Oiga, nadie ha planteado una insumisión fiscal en toda regla?

Calle, calle, por Dios, cómo dice cosas tales.

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