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Los "pecados" de los empleados públicos

Un adelanto editorial del libro que se presenta mañana en el RIDEA

Soberbia. (Págs. 68-69). La soberbia se manifiesta en la convicción de poseer poderes ajenos al común de los mortales, que en el fondo es una manifestación más de eso de sentirnos excepcionales. Ahí entra en juego el instituto mágico de poder burocrático: la recomendación. El funcionario aún es el señor feudal que puede tener a bien conseguir que la solicitud del ciudadano reciba un trato privilegiado, bajo la excusa de que se trata de un caso especial, lleno de razones para apartarse de la generalidad de los que se le parecen..., pero no son lo mismo, que dice él. Moneda al uso que se concreta en el espíritu del cuerpo, por el que allá donde hay un padre funcionario, nada inusual es que acabe apareciendo un hijo funcionario, que se sabe las historias de la concreta función pública que amalgama a la familia y endereza las vocaciones y conduce la sangre de los pasos hasta hacer sagas de funcionaritos. Dice la leyenda que le reprochaban al gran catedrático y presidente que fuera del Tribunal Supremo sus profesores adjuntos que por qué aprobaba a todos los alumnos, a lo que -sigue diciendo la leyenda- éste les contestó: "A un 25% les apruebo porque se saben la asignatura, a otro 25% me los recomiendan los compañeros, otro 25% me los recomiendan ustedes, y al otro 25% les recomiendo yo". Paciencia con la influencia, que a veces llega detrás la clemencia.

De ahí que la manifestación más sublime de la recomendación es el enchufe para colocarse. La recomendación para obtener empleo público es una institución muy castiza hasta el punto de que Augusto Conte nos informa que el Marqués de Pidal afirmó en la Cámara, que el número de solicitantes de empleo público era tan considerable y le perseguían de tal modo, que ya no podía ni siquiera salir del recinto para satisfacer necesidades corporales, porque había gentes que el aguardaban en los corredores a fin de asaltarle al paso. Incluso la literatura de la época caricaturizaba la situación:

"La recomendación es entre nosotros una segunda Providencia: equivale a lo que otros pueblos menos expedientescos llaman suerte, fortuna. Por ella se puede llegar a cumbres altísimas, por ella se abren los caminos que hallan cerrados el trabajo y el talento. Debemos al misticismo esta forma administrativa de la paciencia que se llama el expediente: debemos al favoritismo esa forma gubernamental del soborno que se nombra la recomendación".

No hay como formar parte de un tribunal de oposiciones, de selectividad para entrar en la universidad, o de cualquier otra cosa competida, para que reaparezcan amigos de la más alejada infancia, conocidos ocasionales, cara- duras que toman el café a nuestro lado en la barra para rememorar cualquier cosa que les crea legitimar para la más impropia recomendación. País. Lo más conveniente, según la voz de la experiencia, es decirles a todos que se hará lo posible, y que lo posible sea no hacerles ni pajolero caso. Y con los que se tiene alguna relación real, tomar nota de su nombre, para felicitarles si el interfecto supera por sus medios la prueba, o si no, decirles que es una lástima que no haya podido ser, que otra vez será, que no desfallezcan, pero que estudien un poco más, tomando nota de alguna barbaridad que haya dicho el recomendado, y que la mejor recomendación es una buena preparación.

Lujuria. (Pág. 90). Sin embargo lo más parecido al instinto lujurioso, a la pasión exacerbada, es la relación del funcionario con el expediente, eso es puro amor más que platónico. El expediente es un conjunto de documentos ordenados en carpetas, o en archivo electrónico, y se alza en la parcelita de poder del funcionario, y tiene un qué sé yo tan personal y tan de cada cual que unos son un ejemplo de orden cronológico, o lógico sin crono, y con sus apartados por razón de la materia, de espíritu puro y limpieza angelical; y otros parecen un performance o un collage en decalaje de corta por aquí y pega por allá, de autoría indecisa que sólo ellos entienden; y aún unos terceros, la pradera después del botellón y antes de que lleguen los servicios de limpieza municipal. Y es que nada hay más libre que el amor, cuando es puro. "No me toques mi expediente, que me rechinan los dientes".

El funcionario cuida del expediente como de un jardín, lo riega y alimenta y se responsabiliza de sus términos, o, complaciente, lo deja que fermente, que con sacar papel ya hay bastante. Le pone sellos, diligencias, lo pinta, lo subraya, le pega post-it -el inmenso invento fallido a otros efectos de Silver y Fry, canonizado para la ofimática-, mete separadores entre las páginas de los códigos, dibuja encima mientras habla por teléfono, fotocopia trozos de decretos, guarda con ordenado celo en el armario, o lo deja por los suelos, lo pisa, lo lleva de despacho a despacho y finalmente lo archiva con mimo..., o como un memo, que nadie hay que encuentre lo que archivó, y que no te toque heredar los expedientes de uno de estos, que sería como reconstruir Troya o las atrocidades del Estado Islámico en Palmira. No es extraño que lo acaricie y pase sus páginas con parsimonia, que lo estudie con delectación o irresponsabilidad y que le dedique un lugar en la mesa de su despacho desde el que tomarlo, mirarlo y remirarlo hasta dominarlo, o acumularlo como ropa vieja. Un funcionario sin expediente es como un soldado sin fusil, y con él, como una guerra a besos.

Sin llegar a tanto -y esto es verídico, no lo dudes- como el funcionario que se enamoró ¡de la fotocopiadora!, como lo estás leyendo, que ya es, y aparte de lo que hiciera con ella, que lo hacía y no lo vamos a narrar, le formaba una a quien pretendiera hacer una fotocopia, que todos preferían irse a la fotocopiadora de la dependencia de al lado, antes de tener que aceptar una reyerta pasional. Por evitarlo, la verdad, hasta valía la pena aprenderse los documentos de memoria. La pega, es que era una fotocopiadora de planos, y eso es más difícil al fin pretendido que el temario de abogados del estado.

Ira. (Pág. 115) A veces el cabreo se justifica, o al menos se explica. No le faltan al funcionario motivos para estar enojado. De entrada, el funcionario tiene por misión gestionar el interés público con la aplicación de las leyes, que están en constante movimiento de cambio y derogación, de aplicación, omisión e interpretación, lo que es fuente de confusión en un estado de desecho, que no de derecho.

Por un lado, cambian las leyes que regulan sus derechos y deberes, que no hay valor para hacérselo a cualquier trabajador, pero a un funcionario casi es deporte con gradas aplaudiendo. "Ya estaba bien", dicen los más feroces.

Por otro lado, cambian las leyes que debe aplicar en su labor cotidiana, y le hace pensar que pa' qué se las estudió de carrerilla para la oposición, si luego las cambian todas, y ya que las leyes pueden, también los reglamentos, las órdenes concretas y lo que el jefe diga, que para eso se siente jefe, que "al amigo, la Ley, y al enemigo, el reglamento", tipo Romanones, esto es, de no parar, y ser funcionario es como una cierta esclavitud de nuestros tiempos en que hay que andar atentos a la brújula y la veleta, hacia dónde hay que ir y saber de dónde sopla el viento. Estos cambios impiden la molicie del funcionario, para que nadie se acochine en tablas, como el toro que no quiere ser lidiado. Es algo así como si un tendero soportara cada varios meses un cambio de precios, del sistema de pesaje y de mercancía, ahora los tomates aquí, luego allí, ahora rebajas y luego realzas, menudo tobogán..., en fin, para que nadie se aburra.

Además el funcionario se cabrea porque no sólo debe soportar las leyes y reglamentos de su estatuto normativo de funcionario, sino que su autoridad o jefe puede darle instrucciones o circulares, esto es, mandatos solemnes y que hoy pueden valer y mañana cambiar, pero que además deben cumplirse sin rechistar, u objetando lo que corresponda.

En suma, el funcionario vive siempre entre la espada de Damocles, la navaja del barbero y la faca de Curro Jiménez de las ocurrencias de la autoridad de turno, que menudo percal. Y como no puede rechistar o replicarle diciéndole que es una instrucción injusta o torpe, pues se cabrea y da rienda suelta a su ira en privado. Si bien debe exponer sus objeciones, respetuosamente, para, si debe seguir otro camino, poder recordar a quien señaló el equivocado, cómo propuso el acertado.

Pereza. (Pág. 144). Subsisten eso sí, determinados cuerpos o escalas que están exentos de controles horarios o que tienen jornadas especiales, lo que propicia la imagen de libertad. En el ámbito universitario, la dedicación del profesorado cuenta con una vertiente docente que está sujeta a preciso control y otra vertiente investigadora donde impera la confianza en el investigador que, si es serio y vocacional, le lleva a realizar más horas de las exigidas, y si es un cara dura prefiere huir de toda labor. Ya en el lejano 1917 el mismísimo Miguel de Unamuno, a la sazón rector de la Universidad de Salamanca en su valiente discurso de ingreso en la Real Academia de Jurisprudencia en 1917 (pero de rabiosa actualidad), afirmaba: "Hay catedráticos que dan su hora de clase por la mañana y dicen: ¡hala, ya es domingo todo el día!" Tal vez no sea ajeno al éxito de tan excelente tenor español llamarse Plácido Domingo, al que siempre le hacen la bromita de mentarle otro día hábil de la semana, con los más reprochables calificativos. En aquellos está no rellenar de la tristeza del trabajo la semana entera, para dignificar el que se hace, como casi único en su especie, en contracción de la oferta, que hará incrementar el valor de la demanda.

A la imagen de jornada relajada tampoco contribuye la visión de funcionarios mano sobre mano en la mesa de despacho, ensimismados o jugueteando con sus móviles.

A veces esa situación no les es imputable en exclusiva, sino que es debida a la singularidad de la propia (des)organización pública derivada de su cometido de ser vicio público. En unas ocasiones han despachado puntualmente su trabajo y literalmente, no tienen nada pendiente. Bien por la propia habilidad del funcionario, o porque el flujo de escritos o presencia ciudadana ese día ha sido escaso.

En otras, se ha producido un cambio legislativo brutal que ha vaciado su labor, y se produce una especie de barbecho o improductividad del negociado o sección, hasta que se produce la reorganización de funciones y efectivos, que ganan algunos pescadores del río revuelto.

Y en muchas, la mala organización de los recursos humanos o de la administración de los procesos selectivos y de traslados, propician muchos funcionarios para poca labor, generando ocio en el excedentario.

Frivolidad. (Pág. 171). Una especial manifestación de la frivolidad burocrática tiene lugar cuando el empleado despacha un asunto con ligereza o rutina y para su fuero interno se convence diciendo: "Si no le gusta que recurra". Esa misma frivolidad se duplica si el funcionario, en vez de examinar con mimo el recurso administrativo, se limita a tramitarlo o proponer su desestimación, por aquello que nos enseñó la estrofa de Guillén de Castro en "Las mocedades del Cid": "Procure siempre acertalla/el hidalgo y principal,/pero si la acierta mal,/ sostenella y no enmendalla".

Y así el ciudadano comprueba atribulado que su esfuerzo para solicitar algo en la oficina administrativa tropezó con una negativa poco fundada, pero menos todavía que la desestimación de su recurso administrativo. Al final se ve obligado, con pocas esperanzas y muchos costes, a embarcarse en un proceso judicial.

En otras ocasiones, la decisión burocrática se encomienda directamente a la eventual revocación por una sentencia judicial, como trapecista que se arriesga bajo una cómoda red, y lo hace siguiendo la estela de la actitud ácida descrita por el Licenciado Vidriera en la novela ejemplar de igual nombre de Miguel de Cervantes: "Yo apostaré que lleva aquel juez víboras en el seno, pistoletes en la cinta y rayos en las manos, para destruir todo lo que alcanzare su comisión. Yo me acuerdo haber tenido un amigo que, en una comisión criminal que tuvo, dio una sentencia tan exorbitante, que excedía en muchos quilates a la culpa de los delincuentes. Preguntéle que por qué había dado aquella tan cruel sentencia y hecho tan manifiesta injusticia. Respondióme que pensaba otorgar la apelación, y que con esto dejaba campo abierto a los señores del Consejo para mostrar su misericordia, moderando y poniendo aquella su rigurosa sentencia en su punto y debida proporción. Yo le respondí que mejor fuera haberla dado de manera que les quitara de aquel trabajo, pues con esto le tuvieran a él por juez recto y acertado".

Afortunadamente el común de los funcionarios destierra la frivolidad de empujar al ciudadano a un litigio y se esfuerzan por dar respuestas justas a las solicitudes.

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