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La resistencia del PP

El PP es un resumen del estado político de España, una sociedad que se esfuerza por no perder el equilibrio. La tensión entre la continuidad y el cambio está en lo más alto. Tres partidos, PSOE, Podemos y Ciudadanos, promueven el cambio político, que es el objeto del deseo de la mayoría de los votantes, que los apoyan. Pero no comparten una misma propuesta concreta y al primer intento no han sido capaces de ponerse de acuerdo para gobernar. En consecuencia, el cambio debe esperar, primero porque debe aclararse en qué consiste y, después, porque los partidos tendrán que limar las asperezas que les impide colaborar. El PP es el contrapunto. Se muestra compacto y con la autoridad que le da la posición que sigue desempeñando interinamente al frente del gobierno, ofrece seguridad y una gestión eficaz ante lo que pudiera considerarse cualquier trastorno grave para el sistema político.

El impacto de la crisis en la vida política de las democracias, más que resquebrajar la organización de los partidos, que también, por el momento ha tenido sobre todo el efecto de poner en movimiento a los electores, que han optado masivamente por votar siglas nuevas. El PP, sin embargo, resiste, a pesar de haber recibido el mayor castigo en las elecciones de diciembre. Es el partido más alejado ideológicamente del votante medio, cuando la ideología aún pesa mucho en el voto de los españoles, y el que mayor rechazo provoca, pero es el más votado y sus votantes son los más convencidos y los que se mantienen más firmes en su decisión. Ha ganado las dos últimas elecciones y la inmensa mayoría piensa que en junio volverá a ganar. La puesta en escena de la coalición de izquierdas y la previsión de una elevada abstención han aumentado sus expectativas de obtener un buen resultado.

No obstante, hay señales inequívocas de que la fortaleza del PP está a punto de ceder. La huida del voto centrista, que ha sido transferido a Ciudadanos, y el abandono de la población activa en las urnas, ha debilitado sus apoyos electorales, reduciéndolos principalmente a un amplio sector de jubilados, que manifiesta una escasa presencia en la palestra del debate público. El PP, además, es un partido acosado por la corrupción, una de las cuestiones que más eriza la sensibilidad política de los españoles. Y, por último, han aflorado tensiones, todavía sordas, que presagian una dura batalla interna en torno a la orientación ideológica, la estrategia y el liderazgo.

El PP no tiene hoy la consistencia que tuvo bajo el liderazgo de Aznar, ni su electorado es ya el bloque sólido y unido que fue en las dos décadas pasadas. Acusa el desgaste sufrido por el ejercicio del poder y la erosión causada por la crisis. Sin margen para pactar con los partidos nacionalistas catalán y vasco, se le ve enrocado, demasiado reticente a introducir los cambios institucionales demandados por la mayoría. Ciudadanos, su único socio de gobierno posible, ejerce sobre él una presión cada vez más fuerte con la pretensión de desplazarlo del centro hacia la derecha en el sistema de partidos.

El día de las elecciones, el PP tiene una cita que será decisiva en su breve historia. La derrota o un mal resultado lo abocarían sin remedio a replantearse su lugar en la política española. Una victoria que le permita seguir gobernando no supondría en absoluto un punto de inflexión en su evolución declinante de los últimos años, porque la tendencia presenta componentes inflexibles, pero le concedería tiempo para abordar una renovación. En la semana previa al inicio de la competición electoral, puede decirse que los elementos se han alineado a su favor. Pero esta campaña va a remover un poco más todos los factores del juego político.

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