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El oficio de escuchar

La vida del abogado es una permanente agonía de plazos y razones para defender la justicia y a su cliente. En su cabeza estudia argumentos, con la flexibilidad del tirador de esgrima y la profundidad del ajedrecista, para anticipar la respuesta a lo que supone que oirá de contrario y persuadir a la insobornable voz de la ley, el juez. Cada día gana o pierde, contemplando el éxito o el fracaso, los dos impostores de los que hablaba Kipling, con la distanciada frialdad que exige el razonar serenamente, puesto que la obcecada pasión es privilegio de su cliente.

No se trata sólo de hacer un alegato brillante e irrefutable. La abogacía, como el periodismo o el sacerdocio, son oficios de orador o escribidor, pero también, quizá sobre todo, de oidor. Escuchando se fijan los hechos, se conoce al cliente y a su contrario, se columbra a los testigos y se atisba el criterio de sus señorías. Las luces del abogado son los adverbios interrogativos y la paciencia del atento escuchador. ¿Qué, cómo, dónde, cuándo, cuánto, por qué...? La observación cuidadosa es la antesala de la comprensión y la cordialidad, que iluminan los intereses y las pasiones humanas con la fulgurante claridad de la razón y la apaciguadora luz del Derecho.

El material más comburente del mundo, eso es la condición humana, por eso no basta tener algo de razón, es crucial exponerla sin herir; respetar la perspectiva de los otros, defender la propia y no molestar a nadie innecesariamente. Entendiendo las razones del otro podremos exponer las nuestras con mejor fundamento y mayor provecho. Pero para entenderlas hay que escucharlas antes con la debida atención.

La regla que aconseja hablar mucho de las cosas, poco de los demás y nada de nosotros mismos sigue vigente. Hay que hablar en positivo. Nada de valor cabe construir desde la negación, el desprecio o la arrogancia. El ataque personal está prohibido para el buen abogado, porque la verdad surge de la confrontación de ideas no del insulto, que sólo produce inquina. Un discurso constructivo, inspirador y convincente es la regla áurea .

El abogado sabe que el cliente más insufrible es el obcecado, el que ni escucha ni transige. Como no escucha no se entera de nada, se engríe y se encierra en una verdad subjetiva que le ofusca. Cuando llega la derrota la culpa es siempre ajena, o de la primavera, da igual. Piensa que no le comprenden, que el juez está vendido, que los abogados son todos unos ladrones, o cosas aún peores, que la justicia no existe, que el mundo es un lugar frustrante. Se borra de la comprensión, la dulzura o la esperanza y puede, en su obnubilación, pretender borrar a los demás de la comprensión, la dulzura o la esperanza. Un majadero es siempre un problema, porque no se sabe a sí mismo.

El arquetipo del abogado está cerca, por ejemplo, del valiente Atticus Finch, interpretado por Gregory Peck en "Matar a un ruiseñor", del inquisitivo Daniel Kaffe, interpretado por Tom Cruise en "Algunos hombres buenos", o del habilidoso sir Wilfrid Roberts, interpretado por Charles Laughton en "Testigo de cargo". El buen abogado es un gladiador quijotesco y solitario, que en la lealtad a su cliente y a sí mismo encuentra la razón de ser de su verticalidad y su coraje, y, si tiene suerte, el respeto de la comunidad a la que sirve, incluso cuando ésta no es consciente de ello. También hay oportunistas codiciosos, atolondrados y cantamañanas entre los abogados. No vamos a negar la evidencia. Pero no son los que importan, los que importan son aquellos a los que admiramos, que nos inspiran y nos seducen con su ejemplo. Los honrados, los leales, los valientes, los combativos. Son los justos los que nos salvan, no los miserables.

Cuando Ceszlaw Milosz escribió "La mente cautiva", explicando el drama humano e intelectual del totalitarismo estalinista, situó al inicio de su obra una historia que atribuye a un viejo judío de Galitzia y que dice lo siguiente: " Si dos discuten, y uno de ellos tiene honestamente el cincuenta y cinco por ciento de razón, eso está muy bien y no hay motivo para pelearse. ¿Y si tiene el sesenta por cierto de razón? ¡Esto es fantástico, es una gran suerte y debería dar gracias a Dios! ¿Y qué diríamos si tuviera el setenta y cinco por ciento de razón? La gente sabia diría que esto es muy sospechoso. ¿Y si fuera el cien por cien? Quien diga que tiene el cien por cien de razón es una mala bestia, un saqueador repugnante, el mayor de los canallas".

Esto le cuadra al pensar del abogado, y al de los cuerdos en general, sostengo. La deformación profesional del abogado le lleva a pensar que la verdad está repartida en este mundo. Bien o mal, vaya usted a saber. Pero lo suficientemente repartida, al menos, como para que todos merezcamos el respeto de todos y todos trabajemos en beneficio de todos

Esfuércese el abogado en sujetar su discurso a la preceptiva de Cervantes "... procurar que vuestro alegato y discurso sonoro y festivo salgan a la llana, con palabras significativas, honestas y bien colocadas, pintando vuestra intención en todo lo que alcancéis y sea posible, pintando vuestros conceptos sin intrincarlos ni oscurecerlos. Procurad también que, leyendo vuestra historia, le entre la risa al taciturno y el risueño la acreciente, el simple no se aburra, el sabio se admire de la invención, el serio no la desprecie y el prudente no deje de alabarla..." El oficio de escuchar nos prepara para la tolerancia y la felicidad, los soliloquios y el empecinamiento aburren. Igual lo dicho es también predicable de quienes no sean letrados.

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