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El fútbol de las emociones

"Si insistes, la cosas aparecen", aseguró Simeone veinticuatro horas antes de la tragedia atlética. Confieso que me encanta el fútbol por lo que tiene de imprevisible y competitivo, pero sin fanatismos. Me gusta que ganen tanto Oviedo como Sporting o cualquier otro equipo asturiano. Por lo que se ve, estoy abducido o sometido a medias. Los moderados somos menos, pero también formamos parte de este espectáculo de caras infinitas en el que es difícil discernir los valores deportivos de los del mercado.

Amo el buen fútbol, pero también el que pasa como tal sin serlo. Me gusta "al punto" y a medio hacer (no soy exigente ni caprichoso, como ven). No tengo tampoco prejuicios en reconocer que la terapia del balón me tonifica, pero tampoco pierdo de vista que se ha transformado en un circo de la desmesura. ¿Será por eso que nos atrae? Tal vez por el morbo de llevarnos a paraísos imaginarios donde superar los remolinos cotidianos; a rincones donde se nos difumina el presente y podemos regresar para contarlo. Quizá por eso somos indulgentes y le perdonamos sus muchos excesos.

Es también el perfecto refugio para soñadores despiertos. Para todos sin excepción: desde los miles que viajaron a la final de Milán a hacérselo mirar ante un espejo que devuelve, presuntamente, una imagen de dudoso "poderío nacional" hasta los que lo hacen para superar la "prueba del algodón" del buen forofo y poder luego contarlo a los amigotes entre chascarrillos. Lo cierto es que estamos ante los penúltimos goles de la temporada y la mayoría de los aficionados lo vivimos con naturalidad, como si no fuéramos conscientes de ser el sustento, el engrudo imprescindible de este deporte mercantilizado.

El fútbol nos moviliza haciéndonos protagonistas en júbilo o lágrimas contradictorias. Un producto de consumo que nos permite banalizar nuestra propia rigidez reduciendo la presión cotidiana. En lo organizativo, es tal el cúmulo de intereses que se adueñan de él que, en ocasiones, se convierte en bronca de repercusiones colosales. Ese lado desdichado, afortunadamente, se incuba en los despachos, lejos de los sentimientos de la grada.

El balompié es imprevisible en el marcador, pero generoso y recurrente en recompensas sociales aun en la hiel de las derrotas. Nos da más de lo que le pedimos como premio a esa fidelidad que se transmite de padres a hijos. Nos mantiene atentos al equipo, esperando siempre el balón para rematarlo con suerte.

El fútbol -y sus derechos de imagen- se ha convertido en empresa en pocos años moviendo millones de euros como fenómeno globalizador. Mientras, los profesionales corren delante y detrás del esférico. Un gigante mediático capaz de ser comprensible en todas las esquinas del planeta. Multinacional del entretenimiento donde, a pesar de la parafernalia financiera, la pasión sigue siendo el gran argumento. Un corazón con su norte y sur idéntico al mundo de desigualdades que ha conquistado.

Si la memoria sirve también para olvidar, el fútbol vale para recordar y tentar la esperanza a la vez. Y es que, a veces, se cambian las tornas y resulta que el equipo favorito no lo es tanto y el desahuciado se hace fuerte. Siempre hay una oportunidad, aunque sea difusa, para que triunfe el más débil aunque a veces acabe sucumbiendo cruelmente como en San Siro.

El fútbol se ha hecho fuerte en nuestra vida sin ser un asunto trascendente, permitiéndonos alejarnos por un rato de los temas que realmente lo son. Un desahogo en el que no salimos derrotados de antemano. Entretanto, los entrenadores pasan (algunos como Egea, precipitadamente), los futbolistas envejecen, los directivos e intermediarios van y vienen cuando expiran sus contratos. Sin embargo, nosotros, los aficionados, permanecemos. Somos los imprescindibles en esta historia porque somos nosotros, con nuestra ilusión, los que la hacemos creíble y verdadera.

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