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Llega el emperador

Barack Obama anuncia que viajará en carne mortal a España y la noticia parece la del santo advenimiento. Poco importa que el emperador esté ya en retirada, a falta de unos pocos meses para que expire su mandato en Washington. Quiérase o no, su figura sigue teniendo el aura de los césares: y eso siempre impone mucho. Como las visitas de los portaaviones norteamericanos a puerto, cuando estas formidables máquinas de guerra aún se dejaban caer por aquí con alguna frecuencia.

Obama llega tarde a España, después de haber visitado no menos de una docena de países de Europa. Dirán los pesimistas que eso demuestra el escaso peso del país dentro del concierto más o menos desafinado de las naciones, que unos atribuirán a la pobre gestión de Rajoy y otros a la de Zapatero. Los optimistas retrucarán, a su vez, que la falta de atención del Imperio a su aliado no hace sino revelar lo tranquilas que están las cosas por esta provincia ultramarina de los USA. Mejor que en los tiempos del idilio entre Bush y Aznar, desde luego.

El caso es que la visita del verdadero presidente ha suscitado, con su solo anuncio, ecos de aquel Mister Marshall al que Berlanga inmortalizó en cierta famosa película. Tenemos por aquí tanta manía a los americanos que no podemos vivir sin ellos, y es natural que así ocurra.

Imaginemos que los Estados Unidos no existiesen, hipótesis ciertamente difícil de conjeturar. Las salas de cine, ya en crisis por otras razones, tendrían que buscar por ahí adelante material para exhibir, con grave riesgo de espantar a la clientela acostumbrada a los estrenos de Hollywood. Las televisiones tendrían que reformular la parte de su parrilla habitualmente cubierta por series yanquis, lo que acaso las redujese a los programas italianos de telerrealidad. O a una sesión continua de Pablo Iglesias en horario de mañana, tarde y noche, que tal vez acabase por cansar al público.

Los antiimperialistas, en fin, no tendrían a quien echarle la culpa de todo lo malo que sucede en el mundo: y quizá esa circunstancia los sumiera en la melancolía.

A tales inconvenientes en cuestión de ocio habría que añadir aún la falta de algunos inventos sin los que resulta complicado entender la vida a estas alturas del milenio. De patente americana son, un suponer, el teléfono fijo y -sobre todo- el móvil, que ya se ha convertido en una extensión de nuestro cuerpo, pero también internet, sus redes sociales adjuntas y gran parte de los avances en robotización que más pronto que tarde revolucionarán el mercado laboral.

Tan grande es el peso tecnológico de la nueva Roma con capital en Washington que por fuerza ha de entenderse la agitación que desata en los medios el anuncio de la visita de Obama. A fin de cuentas, la influencia de Estados Unidos ha hecho que en España se hable una curiosa variante del inglés conocida como spanglish, y que hasta los más ardorosos antiyanquis acudan a las manifestaciones con el móvil y el paquete de rubio americano en el bolsillo del pantalón vaquero.

Cuestión distinta es que se les siga mirando con malos ojos, cosa que por otra parte suele sucederles a todos los imperios desde los tiempos de la vieja Roma. Quizá seamos víctimas de un síndrome de Mister Marshall que nos impulsa a detestar y asimilar simultáneamente todo aquello que nos llega de Norteamérica. No digamos ya si es un presidente tan guay como Obama.

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