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Campesinos de cabecera

Las agriculturas urbanas y los agricultores del porvenir

No recuerdo si fue a instancias del departamento de salud pública o de agricultura, pero lo cierto es que el programa de agricultores de cabecera (PAC) resultó un éxito. Una emergente generación de agricultores encontró en el regreso al abastecimiento de la ciudad una nueva profesión. Por lo demás, nada nuevo bajo el sol: desde la fundación de la ciudad hasta los años sesenta del pasado siglo, los campesinos del entorno rural habían sido los principales responsables del abasto urbano.

Los nietos -paradojas de la vida- regresaron así al modo de vida de los abuelos, aunque no lo hicieron exactamente igual, ni mucho menos con la falta de consideración que sus antepasados aldeanos habían recibido de las élites burguesas y rentistas urbanas, que los estigmatizaron como clases inferiores. Los nuevos campesinos del siglo XXI habían regresado a la ciudad por la puerta grande para hacerse cargo de una de las piedras angulares de la salud: la alimentación equilibrada de calidad.

"Somos lo que comemos" había dejado de ser un mero eslogan para convertirse en el fundamento de la salud pública agroalimentaria. Gracias a los nuevos agricultores, los huevos volvieron a ser de aldea, la leche volvió a ser leche sin deslechar, los pollos volvieron a tener la carne recia y el hueso duro, por la fruta se volvió a esperar a la temporada, los chorizos volvieron a su sanmartín y las huertas volvieron a florecer con variedades locales de tomate, guisante, pimiento... que nacían de nuevo en las casas campesinas y no en el consejo de administración de una multinacional de semillas homologadas. La localización empezó a pararle los pies a la globalización.

Nadie recuerda tampoco a quién se le ocurrió prestigiar a los proveedores de nuestra alimentación como profesionales de la salud, y recurrir al símil del médico de cabecera y al sistema de salud primario, pero el caso es que aquella idea permitió dar paso a un encadenamiento de reformas que fue desmontando la legislación agraria, hasta entonces exclusivamente industrial, para dar paso a una agricultura pensada para ajustarse a las necesidades de los ciudadanos y a las posibilidades agroecológicas de la región.

La agricultura territorial hizo dos cosas: quedarse con lo mejor de la tecnología y la ciencia alimentaria industrial -que había hecho aportaciones extraordinarias- y volver a enraizarse en los principios agroecológicos locales. Así, los ganados volvieron a fabricar humus con la ayuda de las lombrices, el monte bajo volvió a ser la cama, y las ovejas y las cabras -extinguidas tras los monocultivos de vacuno y papel- retornaron al monte, que, como volvía a tener función y rentabilidad, dejó de quemarse a lo bonzo.

Cada agricultor de cabecera tenía a su cargo entre 100 y 150 familias, en función del número de miembros, la edad de los mismos y sus necesidades de alimentación. Y en su explotación -altamente tecnificada y agroecológica- florecieron los nuevos valores del progreso -pensamiento sistémico, economía colaborativa y circular, reciclaje, seguridad alimentaria, seguridad ambiental...-, que crearon una inédita relación entre el campo y la ciudad.

Los consumidores escogían a su agricultor de cabecera estableciendo así un vínculo de confianza mutua. Las pequeñas tiendas de barrio, como centros de salud agroalimentaria, se sumaron al proyecto. Y los restaurantes, o los centros públicos con servicios de comedor, también fueron abastecidos por agricultores de cabecera. Los gobiernos lideraron la transición hacia el fomento de la agricultura regional inteligente y la alimentación responsable. Y gracias a eso el sistema de salud pública fue virando hacia lo preventivo antes que hacia lo curativo. El empleo en la agricultura empezó a crecer y los paisajes rurales, antaño abandonados, volvieron a la vida.

Buscando los antecedentes que alumbraron el retorno de las agriculturas urbanas, la reactivación de los sistemas agroalimentarios locales y el nacimiento de los agricultores posindustriales encontré numerosas iniciativas. A partir de los primeros años del siglo XXI se produjo una explosión de ensayos y propuestas con los que gobiernos y consumidores de todo el mundo buscaban la manera de superar las contradicciones en las que había caído el negocio de la industrialización agroalimentaria. Gracias a ello pasamos del "fast" al "slow". Citaré tan sólo un par, pero ya digo que hubo cientos. El Departamento de Agricultura de los Estados Unidos presentó en 2016 un programa para vincular a los consumidores urbanos con los agricultores de proximidad: "Every family needs a farmer: know your farmer, know your food" (Cada familia necesita un granjero: conoce tu comida, conoce a tu granjero). Y la estrategia para la alimentación de la ciudad canadiense de Vancouver (Vancouver Food Strategy) fue pionera en vincular localmente salud, alimentación y medio ambiente.

La obesidad, que había sido una pandemia a finales del siglo XX, empezó a remitir, al tiempo que la comida volvía a tener los pies en la tierra y la Tierra comenzaba a enfriarse. De momento, por estos pagos, seguimos soñando con agriculturas posindustriales y regiones agropolitanas para superar el inmovilismo nacional en el que ha caído el país. En muchos lugares, que están a tiro de ratón, están poniéndole los cimientos al sueño de las nuevas agriculturas. Nos señalan la Luna, la diosa blanca de Robert Graves, pero nosotros seguimos empeñados en mirar para el "Boletín Oficial".

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