León XIII erigió el Observatorio Astronómico, o Specola, hace ciento veinticinco años en los jardines del Vaticano. Que no se dijera que la Iglesia se desentendía de la ciencia. Sin embargo, los jesuitas que se dedicaban a las matemáticas y a la astronomía en el Colegio Romano venían trabajando en la observación del firmamento ya desde el siglo XVI, en la Torre de los Vientos, mandada construir por Gregorio XIII en el Vaticano, con el fin de articular el calendario gregoriano.

Desde entonces, la labor de la Compañía de Jesús en el campo de la astronomía ha sido memorable. Baste sólo con mencionar el hecho de que treinta y cinco cráteres de la Luna llevan el nombre de jesuitas. Aún en 2005, la Unión Astronómica Internacional bautizó un asteroide que se encuentra entre Marte y Júpiter, descubierto en 1988, con el nombre de Víctor L. Badillo, hijo de San Ignacio y director del Observatorio de Manila.

En 1906, Pío X nombró director de la Specola Vaticana al jesuita austriaco Johann Georg Hagen, director del Observatorio de la Universidad de Georgetown, en Washington, D.C. Era, en la línea de Alexandre Théophile Vandermonde y Heinrich August Rothe, un fenómeno en matemáticas. El Papa le encargó que continuase la obra del sacerdote barnabita Francesco Denza, a quien León XIII le había pedido que colaborase en la confección del mapa del cielo, un proyecto de gran envergadura propulsado desde Francia.

El Papa Pecci quiso que la Santa Sede estuviese presente en las reuniones de astrónomos que, organizadas por el Observatorio de París y la Academia de Ciencias, tuvieron lugar en la Ciudad de la Luz con el propósito de establecer el modo de elaborar el índice de las estrellas y marcar la posición en la que se hallan en el firmamento. El primer boletín con las conclusiones fue publicado en 1887: "Congrès astrophotographique international tenu à l'Observatoire de Paris pour le levé de la Carte du ciel".

Para desarrollar el trabajo con mayor eficacia y amplitud, Hagen solicitó que le asignasen ayudantes, y que fuesen mujeres, pues en los observatorios de Inglaterra había conocido a algunas sumamente competentes por su rigor en las mediciones astrales. El Vaticano, como solía hacer entonces, acudió a los superiores de congregaciones religiosas, y le fueron enviadas dos monjas, primero, y otras dos, después, del convento de Maria Bambina, que estaba cerca del lugar en el que habrían de desempeñar su cometido. Llegaron a clasificar y establecer la posición de casi quinientas mil estrellas, lo cual ha sido de máxima importancia para que sucesivas investigaciones acerca del espacio sidéreo pudieran avanzar a partir de datos exactos y referencias seguras.

Estas religiosas trabajaron en el Observatorio Vaticano desde 1910 hasta 1921, pero, con el paso del tiempo, se fue perdiendo el recuerdo de sus nombres. Ahora, el jesuita Sabino Maffeo los ha encontrado en el archivo del Observatorio: Emilia Ponzoni, Regina Colombo, Concetta Finardi y Luigia Panceri. Y ha sido la periodista Carol Glatz, de Catholic News Service, la que ha dado publicidad al hallazgo, pues considera que, de este modo, el mundo sabrá de la impagable contribución científica realizada por ellas en el silencio y el ocultamiento, sin buscar honores, ni reconocimiento, ni pretender otra cosa que no fuera la de realizar con diligencia la labor confiada.

Es lo que el dominico Bartolomé de Medina, teólogo de Salamanca en el siglo XVI, pedía encarecidamente, cuando estaba para morir, al también dominico Domingo Báñez, quien le habría de suceder en la prestigiosa cátedra de Prima: "Estudie y trabaje como es razón, y no repare en que le ha de faltar la salud, y que se ha de morir en breve, que muertes semejantes, tan en servicio de su Orden y de la Iglesia católica, muy gloriosas son".

Dice un salmo: "El Señor cuenta el número de las estrellas, a cada una la llama por su nombre." La cifra es inimaginable. Las monjas de la Specola Vaticana escrutaban cada noche el firmamento para identificarlas, medir su brillo, calibrar sus dimensiones, asegurar su posición, calcular la distancia e imponerles un nombre que sólo ellas conocerían: "Tú no eres aquella otra", se dirían para sí, mientras se deleitaban en esa armonía celeste que fascinaba a los pitagóricos e impelía al salmista a preguntar a Dios, creador del cielo, la luna y las estrellas: "Ma enosh ki tizkerenu" (¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?).