Samuel Johnson no había visto escenas de los ultras húngaros en Marsella, ni siquiera podía imaginarse la de sus compatriotas cabezas de huevo enfrentándose brutalmente a los descerebrados rusos, cuando en el siglo XVIII escribió "el patriotismo es el último refugio de los canallas". No había tenido tampoco, como es natural, la oportunidad de escuchar a un tal Geza, un tipejo cubierto de tatuajes, que adora Hungría y manifiesta estar dispuesto a follarse a la madre de todo el que pretenda molestarle.
Molestarle, para Geza como para cualquier energúmeno de estos, puede consistir únicamente en pasar al lado suyo sin exhibir la parafernalia patriótica ni proferir obscenidades como preguntarse dónde están los trenes que llevan a los judíos y a los gitanos a Auschwitz. Leer este tipo de cosas acojona en una Europa contagiada de violencia, intolerancia y profunda estupidez que se descompone en medio de fascismos y populismos de todo tipo. Una Europa amenazada por el terrorismo fanático islámico y por sus propios fanáticos cristianos que tienen en los estadios su manera más repugnante en incivilizada de expresarse.
Es como si el fútbol se hubiese declarado definitivamente escenario ideal de los radicalismos, con unos dirigentes internacionales dedicados exclusivamente al saqueo y sin una intención de acabar con el vandalismo. En este caso la barbarie, que como otras que le precedieron no hace todavía demasiado y siguen invocando los hinchas más cerriles, tiene como excusa el patriotismo. Piqué, un futbolista que no siempre se equivoca y de vez en cuando dice cosas sensatas, tiene razón cuando apela al fútbol y no s una competición de patriotas al referirse a la Eurocopa, escaparate del salvajismo.
El patriotismo es el último refugio de los canallas y también una de las primeras excusas de los idiotas. En su exaltación futbolera proyecta, además, un reflejo tan oligofrénico como desasosegante.
