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Ovetense experto internacional en conflictos e industrias extractivas, ha trabajado en el proceso de construcción de paz en Colombia

Más allá de La Habana

Colombia y el proceso de paz

Hay ciertos libros que están ahí y que uno sabe que le esperan. Otros, sin embargo, te llegan en el momento adecuado. En mi caso, un amigo bogotano me regaló "El olvido que seremos", el bellísimo y aclamado libro del escritor colombiano Héctor Abad Facilione donde rememora de forma nostálgica y con inusitada sencillez y delicadeza su infancia; pero "El olvido que seremos" es también la crónica de la barbarie y de la sinrazón que ha asolado a Colombia durante buena parte de su historia. Una barbarie que se cobró la vida de la figura mítica del padre del escritor, médico y luchador por las libertades individuales y los derechos de los más desfavorecidos. Este libro evoca de alguna forma el drama personal, que va más allá de la lógica de los actores armados, que han sufrido miles de colombianos: violencia, sinrazón, desarraigo, nostalgia, desencanto y el irremediable olvido.

El conflicto colombiano no ha sido una guerra en el sentido "clásico", como el enfrentamiento entre ejércitos regulares, sino que los grupos armados han tenido en la población colombiana su principal objetivo a través de masacres, asesinatos selectivos, secuestros, desplazamiento forzosos, violaciones y la intimidación, como parte de una estrategia para la adhesión y el control integral del territorio.

Por este motivo, en cierto sentido, las víctimas del conflicto colombiano son aquellas "pequeñas gentes", aludiendo a la obra de Dostoievski, cuyas tragedias han transcurrido de forma silenciosa, casi anónima, pero no por ello menos dolorosas, constituyendo un inmenso e insondable mar de dolor.

Sin duda el acuerdo firmado recientemente en La Habana entre el gobierno colombiano y las FARC sobre el "cese del fuego y de hostilidades bilateral y definitivo" es una magnífica noticia para el proceso de construcción de paz en Colombia. No olvidando que solamente es un acuerdo (frágil) y que ahora para el pueblo colombiano empieza un largo, y con toda seguridad doloroso, camino hacia la paz. Y teniendo también en cuenta que quedan importantes actores que todavía no han depuesto las armas como el Ejército de Liberación Nacional (ELN).

Sin embargo, hablar de conflicto en Colombia no es solamente hacerlo de un enfrentamiento de actores armados, hablar de conflicto en Colombia significa hablar de un conflicto social no resuelto con profundas causas estructurales-seculares y manifestado en un proceso de violencia publica, como diría Álvaro Palacios, que "con sus recesos y altibajos, es tragedia en miles de hogares y vecindarios y representa la quiebra de los códigos morales y el cercenamiento de los lazos sociales".

Por eso, la paz en Colombia significa mucho más que el abandono de la lucha armada en un país donde la inmensa mayoría de las muertes violentas no corresponden al conflicto armado, sino que son atribuidas a comportamientos delictivos en la sociedad.

En este sentido, existe una concepción muy extendida en la sociedad de entender la paz (negativa) desde una visión occidental, basada en la idea de pax romana, en que la paz es simplemente la ausencia de enfrentamiento bélico. Cuando la paz debe formularse en sentido positivo (paz positiva); lo que significa, en el caso colombiano, aparte de la ausencia de violencia, que las personas tengan una vida digna y puedan tener las oportunidades necesarias para desarrollar sus potencialidades. La paz significa que la sociedad colombiana legitime otras formas de relacionarse basadas en el consenso, el diálogo y la cooperación, en vez del uso de la violencia, sea física o psicológica. La paz significa abrir espacios reales efectivos de voz y participación para toda la sociedad, y en especial para los sectores más desfavorecidos y olvidados que son los más vulnerables a las dinámicas criminales o fuera del margen de la ley.

Para lograr la paz (positiva) en Colombia, se requiere de un proceso sostenido en el tiempo que empezó antes y que va más allá de La Habana; un proceso que aborde las causas fundamentales de la conflictividad social como son las relacionadas con el uso y la tenencia de la tierra, la ausencia del Estado en la denominada "periferia colombiana", la desigualdad social (una de las mayores del mundo) y la pobreza. En Colombia, según una solicitud recogida por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, se estima que en los últimos ocho años casi cinco mil niños de la etnia Wayúu en el Departamento de la Guajira han muerto por desnutrición infantil y la falta de acceso a agua potable.

Pero todo esto no es posible, es decir la paz, si no se evoluciona a un mejor funcionamiento de las estructuras del Estado. Un Estado, el colombiano, que históricamente no ha sabido o querido resolver el mencionado anteriormente problema de la tierra, que no ha ejercido el monopolio legítimo de la fuerza, que no ha permitido construir ciudadanía a través de la generación de espacios de voz y representación; y que en última instancia ha servido de "aparato" de las élites colombianas para favorecer o mantener sus privilegios, olvidándose de que su función esencial es gobernar para todos. Unas élites, por cierto, que aparte de poseer el patrimonio material, basado en el latifundio, han sustentado, como decía García Márquez irónicamente en "Los funerales de la Mamá Grande", su poderío en la justificación moral que les ha dado su patrimonio invisible: las elecciones democráticas, los derechos del hombre, las libertades, la prensa? y hasta los concursos de las reinas de belleza.

Y por último, dicho todo esto, no olviden que la paz en Colombia va mucho más allá de La Habana.

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