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Si Montesquieu estuviera vivo y si se interesase por la política de España cabría pensar que anduviera preso del escándalo. Montesquieu planteó la separación de los tres poderes, legislativo, ejecutivo y judicial, como fundamento mismo de la democracia. Lo hizo desde la legitimación que le proporcionaba el haber sido uno de los artífices del pensamiento ilustrado y conocer bien lo que era un régimen absolutista, condiciones ambas que están del todo ausentes en quienes dicen abanderar la necesidad de una reforma constitucional en nuestro país. Si Montesquieu creía que el poder legislativo y el gobierno debían estar por completo aislados uno del otro era porque sabía que, de no ser así, a los ciudadanos les iba a ir peor. Pero resulta que en este país en el que sacamos pecho al hablar de democracia llevamos cerca de ocho meses en el marasmo, a causa precisamente de que es el poder legislativo el que intenta y no puede investir a un presidente.

Los argumentos que se oyen en defensa del pacto y del veto a la vez sonrojarían a cualquier persona que tire del sentido común. Pero lo que nos sucede es una herencia directa de no haber hecho caso de las enseñanzas de Montesquieu cuando España se dotó de una Carta Magna y unos reglamentos encaminados a trasladar el poder desde las urnas a la presidencia del Gobierno. Poner por medio al Congreso ha resultado ser una trampa feroz porque ni es ésa su función ni sabe cómo llevarla a cabo a juzgar por los resultados. El erre que erre se ha vuelto ya de una pesadez inamovible que empeora cuando sus artífices quieren encima tener razón. Si a la postre todo se reduce a una sola duda, la de si el Partido Socialista va a abstenerse o no en la investidura del señor Rajoy, cabría pensar que una disyuntiva así dará para pocos mareos de perdiz. Pero sucede lo contrario.

Día sí y día también los portavoces de los partidos se suceden haciendo interpretaciones metafísicas acerca de quién tiene la responsabilidad de qué. Y la única conclusión a la que se llega es que la culpa de que no haya gobierno todavía es siempre del otro. La cadena de los silogismos se antoja demente. El propio Alfonso Guerra, de quien no cabe decirse que sea hostil al socialismo, ya ha dicho que sostener a la vez que no se quiere favorecer la investidura de Rajoy con la abstención y tampoco se quiere que haya nuevas elecciones, supone una contradicción. Con lo que nos estamos apartando de Montesquieu para entrar en el terreno de la lógica. En Aristóteles, por irnos a sus inicios. Tengo para mí que el macedonio no se escandalizaría en absoluto; se limitaría a pensar que somos idiotas.

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